Escribí, en medio de aquel trance violento, no sé qué diatriba –no la recuerdo, en serio; sólo conservo una como imagen de papel arrugado y con algunos mordiscos en los bordes que ostentaba una caligrafía, dadas las circunstancias, sorpresivamente prolija y llena de firuletes: prueba maestra de la frialdad de temperamento que me respalda cualquiera sea la situación. El contenido de la diatriba era, en efecto, beligerante, sin tacha, tira-bombas y de un romance envidiable; púsele mi nombre al pie con una estocada de la pluma, la llevé a pasos cortos pero rápidos, patinando sobre los húmedos adoquines en la madrugada de Santiago, hasta la imprenta de “El Progreso” y dejela directamente en manos de los compositores; hecho lo cual me retiré a casa en silencio, volviendo a resbalar en las partes más sobresalientes del empedrado.
Tal vez fuesen las suelas nuevas –novísimas– de los mocasines que llevaba, no sé... pero, a la tercera vez que casi me parto la crisma en parabólica caída sobre la calle silenciosa (apenas unos gorriones, ¡benditos querubines de la urbe filoeuropea!, y una paloma renga hacían la guardia de aquella mi humilde y humillada callejuela, entre la bruma que los primeros guiños del día iban disipando), a la tercera, digo, o cuarta vez que se repitió, toda la furia que había estado conteniendo con buches en los carrillos –apenas con ligereza canalizada hasta el momento por imágenes de perversidad psicodélica contra un Chile traducido en potro– se me desbordó y fue a descargarse bajo la forma de un torrente verbal encima de los idílicos adoquines inmutables. Uno, sobre todo, –¡uno de los paralelepípedos, digo!– uno particularmente pedante, me sostenía su temple en señal de desafío. Brillaba su pátina, a cuyo esplendor matutino aboné con gotas de saliva.
Quien me hubiese vislumbrado a lo lejos hubiera fantaseado con un hombre convertido en pájaro: los gestos en síncope asemejaban de tal modo al aleteo pueril y famélico de estos seres.
Es que mi condición era paupérrima; flaco, desgarbado, ojeroso y resoplando bilis me podría haber visto cualquier paje andino agarrándomelas contra ese poliedro atónito que atendía mis injurias con asiática paciencia. Nada expresaba, respondía nada. Zapateé la superficie reducida de mi enemigo –uno entre incontables rectángulos idénticos– con el fin de infringir un daño, conseguir una satisfacción. A diez metros, una tienda de abarrotes sostenía su fachada angustiosa; la tranca estaba puesta pero, junto al portón, centelleó el filo de un fierro romo. Lo alcancé sin dudar más y comencé a forcejear con el objetivo de extraer el adoquín fuera de la ceñida multitud de sus pares, quienes, tan mudos como el insolente resbaladizo, oponían superficiales caras lisas a la exuberancia de mis refunfuños. Gggggggggggggggh –el pico del caño titubeaba contra la piedras –lo sostenía yo con ambas manos –éstas también resbalaban –me sequé contra el pantalón, volví a forzar –¡clanc!, el fierro erraba el intersticio –ahí, entre adoquín y adoquín –¡adorno superfluo de las capitales! –¡bárbara disposición del granito que hace tambalear al mocasín civilizado! –¡maldición escuadrada del Oriente! –¡maldición! ¡maldición! –¡¡Ad-dukkân, ad-dukkân!!
La piedra no cedió (aunque creo haberla corrido hacia un margen); arrojé el fierro, que tintineó calle abajo, y volví a mi buhardilla, en donde cargué las pistolas (regalo práctico y varonil de Montt en mi arribo a Chile) y aguardé a que estallase la mina que debía volarme a mí mismo: el libelo ardiente que para aquel entonces estaría pasando de una atónita mano de cajista a otra –como la flama a lo largo de una mecha– y que no tardaría en alcanzar el paquete de dinamita, constreñido y sucio, de la opinión pública chilena, pero que me dejaba vengado y satisfecho de haber cumplido grande acto de justicia.
Las naciones pueden ser criminales, pueden ser rufianes, pueden ser drogadictas, matreras, cuatreras o simplonas; pueden ser sordas, las naciones, bobas, moqueantes o vocingleras; las naciones pueden ser sabrosas, ordinarias, pantomimas y parsimoniosas, pueden ser pastosas; pueden ser hipnóticas, crónicas, convalecientes, calcinantes y efervescentes; pueden ser amnióticas las naciones, animosas, pletóricamente hemorrágicas, pueden ser tísicas, esplendorosas, fanfarronas, runflas, resacosas u ociosas nomás; escleróticas naciones puede haber, puede haberlas rotas, recompuestas, recauchutadas, espontáneas o bien varias veces, repetidas veces, ensayadas y fallidas, cluecas, ensimismadas o exhibicionistas, lúmpenes, lupanares, laparoscópicas, electrónicas, puestas, repuestas, irreverentes, naciones del todo contradictorias pero igualmente convincentes, naciones cobrizas, argénteas, falsometálicas o de cal, cuero, calcio, naciones producto de la quema, rastrojos, las he visto; las naciones pueden ser netas, deudoras, prometedoras, predestinadas, pretéritas y pésimas, pueden ser la peste, pueden ser el pero; las naciones pueden ser lo peor, también, o lo bueno o lo mejor, regular, pueden ser un dedo grueso o un labio leporino, las naciones pueden ser un pepino... y lo son a veces (otras veces no); y no hay juez que las castigue sino sus tiranos o sus escritores. Es que. Es que. Es que quejábame yo, en aquella diatriba, de todo: del presidente, de Montt, de los Viales, de Azmhun, de aquel politiquero rengo, de Armando Armenio, de los diarieros y de los mozos que no lo miran a uno cuando uno quiere pedir la cuenta (¿qué se hacen? ¿qué se hacen?), así como del café de Chile me quejaba, que siempre está frío cuando uno decide sorberlo luego de gastar extendidas charlas entre colegas; me quejé también de las mujeres y de la falta de mujeres (cantidad y calidad, ¡bah!), del arroz, del arroz con pollo, del salchiarroz, del arroz con leche que casi ni se consigue, del queso gruyer, que aunque rico, ¡qué pasa con esos agujeritos! (del queso me harté y extendí al respecto); soné la nariz de mi indignación incluso contra las novelas por entrega y los más altos poemas de la lengua castellana (por buenos me refregué en ellos, por elevados); descargué saña contra los cordones demasiado cortos y contra las alarmas despertadoras que no saben a uno levantarlo; contra el clima me irrité y presenté queja de los días soleados, de los helados y del trabajo, de la falta de trabajo, del sistema y lo sistemático, a la vez que desestimé el orden natural de las cosas, por prolijo; y, por desaliñadas, a las revueltas del proletario; a la monarquía y a la nueva República, en fin, las mandé a un pozo para que no escapase uno solo de mi justicia, de mi tiránica escritura, esta escrituraria tirantez. Y a los escritores (¡los otros!) y al público en masa (¡basura boba!), los ponía overos con verdades horribles, podridas, humillantes, falsas, suficientes para amotinar una ciudad, tornarla demente de cólera, y hacerla pedir la cabeza, lengua y genitales del osado que tales injurias la hacía (¡que era yo!). Largas hileras de antorchas me rodearían en forma de red fogosa y elevarían un aullido desgarrante: sería el fin, el festín de los bárbaros mendicando por el cuerpo de este servidor que había tenido demasiado y se entregaba estéticamente al desguace. ¡Tomen lo que les falta, envidiosos! ¡Despedacen! ¡Desfiguren! ¡Con los dientes seguiré apretando la verdad hasta que de piedras me atraganten! ¡Más que fango, nada sacarán al rasquetearme la carne! ¡¡Fango y sangre!! Yo hacía crujir el mango de las pistolas entre los dedos mientras tales imágenes desfilaban en la caverna de mi cráneo...
Fragmento de "Incidente con Chile", del libro inédito Sanmierto.
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