Reseña: Late un corazón, de I Acevedo

Late un corazón, de I Acevedo (Rosa Iceberg, 2019)

Identidad íntima y colectiva

Por Emilio Jurado Naón



Al nuevo libro de I Acevedo lo reviste un ánimo fundacional. La fundación de un “Ministerio de los Sentimientos” es sólo uno de tantos hitos entre los “cuentos” de Late un corazón, muchos de ellos escritos para ser leídos en público entre 2017 y 2018. La autoproclamación del ministerio supone atribuciones que condensan un quiebre, también refundacional, en la forma de escribir: en sus alcances, vínculos e intenciones. “Este es mi Ministerio. Este es el lugar donde yo me muevo, donde nos movimos, en desorden organizado, estas últimas semanas”, dice en alusión a un colectivo mayor que contiene y potencia la puesta en primera persona de I Acevedo: “Trato de hablar aquí de las formas que cada une encuentra para decir lo que siente”.

La expresión de los sentimientos, antes que una declaración de principios, funciona en el texto de Acevedo como la puesta en evidencia de una tensión: la del vínculo entre ficción, vida y política, que se traduce en el acto de contar una identidad en transición. El nombre autoral en su flamante aparición, I Acevedo, es índice de una transición identitaria generalizada (no sólo personal) que atraviesa el libro en varios niveles: la asunción de la primera persona como “modalidad de la época” para narrar porque “lejos de ser un gesto individual, es una necesidad colectiva: la de nombrarnos”; la adscripción a una trama de lucha por la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo; la intervención en una tradición literaria nacional que elabora “un pensamiento sobre la realidad política” y el distanciamiento de otras vertientes literarias que habrían dejado los sentimientos afuera del texto, y el cuestionamiento de los presupuestos de la ficción en virtud de una necesidad urgente, dado que “la grave situación social que estamos transitando hace que la ficción se vuelva obsoleta, y la narrativa, ensayística”.

Late un corazón es un texto hiperconsciente de sus medios y su fines; busca hacer de esa hiperconsciencia de la escritura no sólo su tema sino también su valor y el parámetro a partir del cual debe ser leído. Una escritura política entendida como la toma de posición pero también en la vinculación con les otres, y de ahí la necesidad de que estos “cuentos” hayan sido escritos para ser leídos en público. La persona de I Acevedo se vuelve una juntura entre lo personal y lo social; pero no son el “yo” y la expresión de sus sentimientos los que retienen la tensión, sino su “cara”, esa cara que, al volverse una cara de varón, hace visible “una violencia que me había estado impidiendo un encuentro con mi identidad” y que es, al mismo tiempo, garantía para la exposición pública de lo íntimo: “Tengo la cara dura, sí, tan dura como la de un prócer en una moneda. Pero a cambio de esta cara devaluada, tengo la ventaja de poder contar las cosas así: gratuitamente.”

Quizá la propia hiperconsciencia de Late un corazón lleva a que, por momentos, el texto se empaste en autoanálisis literarios (que lo alejan de la vena política de trinchera y lo acercan más a una jerga superficial de la carrera de Letras) o se vuelva reiterativo en referencias a sí mismo. Al contrario, el carácter insistente, vueltero, de la escritura, con arranques y retrocesos, meandros del pensamiento sobre el teclado, produce pasajes con un ritmo nuevo (como en “Doc 1”, al contrapunto de la cumbia, y en el “Diario de la borrachera”, de escritura más telegráfica) o alguna frase simple sintetizadora del sentido: “Hoy desperté de la siesta con perfume a desodorante de hombre”.

Sabemos que el sentimiento, si escrito, siempre va a ser una construcción; no por construcción, menos verdadera. Pero la nueva apuesta de I Acevedo apunta a refundar el estatuto y la circulación de esos sentimientos; por un sentimiento que involucre, también en la literatura, una identidad íntima y colectiva.

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Publicado en Ñ (04-01-2020)

Reseña: Degenerado, de Ariana Harwicz

Degenerado, de Ariana Harwicz (Anagrama, 2019)

Entre la libertad y el discurso del odio

Degenerado es la cuarta novela de Ariana Harwicz y, ya desde el título, propone ciertas continuidades y divergencias en su trayectoria. La enunciación de una patología (o de un juicio moral, según cómo se lo mire) que caracteriza desde el vamos a la voz narrativa emparenta este nuevo título con las anteriores Precoz y La débil mental, a lo que se suman el monólogo interior verborrágico, el fraseo caótico y no lineal, la apuesta por construir imágenes intensas y el protagonismo de los cuerpos desde su perfil más abyecto como características en común de lo que a esta altura ya constituye un estilo de autor. La principal novedad de Degenerado no es menor, sin embargo, y consiste, como señala Harwicz en varias entrevistas, en asumir, después de una sucesión de tres narradoras femeninas, el desafío de virar el eje y articular el texto a partir de una voz masculina.

Desde la primera frase (“La mente es como un trineo inmundo que nos arrastra por malos caminos dejando huellas parra que nos atrapen, callate y decí por qué la manoseaste, por qué la infiltraste en tu casa para enseñarle sobre las aves y las abejas”), la voz que reflexiona, recuerda, se defiende, incorpora o ataca las alocuciones de sus acusadores es la de un anciano francés, presunto pedófilo, que recorre la parábola completa del escrache público, la captura, el juicio y la condena, a lo largo de la cual aprovecha para despotricar contra la moral burguesa y la hipocresía de un sistema que, afirma, lo usa como chivo expiatorio de su propia decadencia. "Ahora el sexo desviado es el gran enemigo porque rechaza al sistema"; "a veces el que parece pederasta de base es un necesitado, un ignorante, un ruinoso"; "voy a lanzar a la tribuna que hay que animarse a pensar menos en el violador como un monstruo y más en el acusador como un experto ventrílocuo" son algunas de las invectivas que el narrador de Harwicz enarbola mientras adopta una postura a caballo entre el malditismo, la incorrección política y la disidencia.

Por momentos, el envión verbal de Degenerado parece conformarse apenas con una reedición del ya clásico gesto de “espantar al burgués” (las loas indistintas a Stalin y Videla dan cuenta de un efectismo que no se preocupa mucho por construir una postura verosímil del personaje, sino que funcionan más bien como hashtags para una provocación a la norma biempensante en esta y aquella orilla del Atlántico); por el contrario, la novela tiene pasajes más orgánicos, en los que se afirma la apuesta (deudora de Beckett, tal vez) de seguir adelante sin importar los obstáculos ni las contradicciones. Antes bien, el narrador impugna la restricción educada del buen decir ("hablar es una cuestión de rigor, hay que reprimir, hay que guardarse, hay que ajustar el cinto de las palabras, gobernar el timón, seleccionar lo que se piensa y tener el coraje de descartar cada palabra que no sea justa") y solo busca, en su infatigable verborrea, "seguir un razonamiento hasta el final".

En esta puesta teatral de uno solo hombre (que cada tanto filtra las acusaciones de inmoralidad con las que lo acosan los miembros normales de la buena sociedad), lo menos interesante resulta ser la construcción misma de la escena de juicio, que, aunque fragmentaria, se aferra de todas maneras a un concepto explicativo de la situación, que busca esclarecer, muy a pesar de la novela (y quizá por miedo a que el lector distraído pierda la moraleja) los “datos duros” de la trama. Lo mejor, en cambio, son la potencia de la frase (con apotegmas filosos: "Los lazos familiares son un problema mental") y de la imagen (“al señor esposo le gustaba meter los dedos en el sexo de sus cerdas, revolverlos ahí, estimularlas, chupetearlas y tener idilios anales con su mujer en el fango al mismo tiempo”), que cada tanto se destacan en el flujo verbal. La libertad, si no libertinaje, en las torceduras de la sintaxis, cuando aparece, se vuelve también una de las apuestas más interesantes de Harwicz (“Palillo jugoso, arma oxidada, pato contagiado tengo de pelotas yo. Yo me escaqueé. Yo me tabarreé. Alrededor de la medianoche y gira y nunca se salda”), aunque queden algo deslucidas por la heterogeneidad léxica que entremezcla términos ibéricos con argentinismos (sospecha de mala mano editora o aspiración autoral de mojar, de vuelta, un poco en cada continente) y resta carácter a la voz de su degenerado.

Cabría preguntarse, finalmente, si la puesta en escena de un personaje abyecto, pretendidamente inmoral y anormal (según el modelo hegemónico) no abona, paradójicamente, al pensamiento moralista sobre la literatura. En definitiva, lo más desafiante de la narrativa de Harwicz viene por el lado de la sintaxis, mientras que la trama, el tema y el título se diluyen en la intención de un golpe de efecto. Por otro lado, en un contexto en que el racismo, la misoginia y el fascismo se sientan en el sillón presidencial de países como Estados Unidos y Brasil para twittear sus resoluciones de gobierno, el discurso de Degenerado pierde todo el atisbo de marginalidad o disidencia que su narrador puja por representar. Cuál sería la novedad o el interés de impostar ese discurso del odio cuando es una pesadilla que detenta el micrófono a diario, tanto en medios masivos como en redes sociales, no queda en claro; y, en cambio, abre la pregunta acerca de si no sería más desafiante, tanto para el lector medio como para la narrativa contemporánea, trabajar en la trama de una ideología alternativa: ni la hipocresía socialdemócrata ni el nuevo fascismo de libremercado.

Publicado en La Capital (05-01-2020): https://www.lacapital.com.ar/cultura-y-libros/entre-la-libertad-y-el-discurso-del-odio-n2554124.html

Reseña: Otoño alemán, de Liliana Villanueva

Otoño alemán, de Liliana Villanueva (Blatt&Ríos, 2019)

Berlín entre fronteras estéticas

En los treinta años que pasaron desde la caída del Muro de Berlín, han cambiado en el mundo muchas más cosas, y más importantes, que la técnica de dibujo a mano para los planos edilicios. Sin embargo, después de leer Otoño alemán, de Liliana Villanueva, queda la impresión de que la arquitectura (las minucias técnicas y los roces sociales del oficio; sus avatares y las ventajas que ofrece) constituye la disciplina predilecta, si no la única posible, para procesar la experiencia de la reunificación alemana, símbolo de un cambio de época a nivel global.

“¡Prendé el televisor y mirá lo que está pasando! ¡El mundo está cambiando a pocas cuadras de tu casa!”, le dice por teléfono su novio alemán a la cronista veinteañera, argentina de nacimiento que, apenas recibida de arquitecta, se radica en Berlín Occidental para trabajar en un estudio prestigioso. Y la conjunción de lugar y momento preciso, en noviembre de 1989, son apenas algunas de las coordenadas que, junto con el dominio del idioma, una personalidad afable, contactos personales, disponibilidad de tiempo y (podría adivinar el lector) cierta facilidad económica, configuran un personaje de cronista privilegiada para narrar la época. Aunque no está a la zaga de primicias, la reconstrucción que lleva adelante Villanueva es la de una ciudad-prisma. Porque visita ambos hemisferios de Berlín (y de las dos Alemanias) antes y después de la caída del muro, pero sobre todo porque lo hace a partir doble juego del ojo (puesto en el detalle urbano: “Las autopistas de la RDA eran de asfalto de mala calidad, en gran parte hechas con placas de cemento prefabricadas con juntas de un material flexible que se resecaba y se estropeaba con el cambio de clima hasta desprenderse con el paso de los autos y el peso de los camiones arrastrando pedazos enteros de hormigonado asfáltico”) y el oído (estimulado por una imaginación que trabaja en el tráfico de sentidos de un idioma a otro: “¿Cómo puede la guerra ser un sustantivo masculino? La guerra está representada para mí por una madre que sufre, pero cuando escucho la misma palabra en alemán, der Krieg, pienso en un soldado que cae en batalla en un campo helado”).

Villanueva es consciente de los riesgos que implica su tema, como lo evidencia la “Breve lista de lugares comunes” un modo inteligente de incorporar al relato (y, a la vez, deshacerse de) las abundantes frases cristalizadas acerca del significado del muro de Berlín. La propia cronista se ve tentada por algunos clichés liberales sobre el socialismo, el carácter “hermético y cerrado del Bloque del Este, que también era Europa pero en otros tiempos, como perdida en el tiempo” y su “pueblo dormido, país anestesiado”, pero por momentos consigue contradecir la propia ideología y abrir el juego del punto de vista único mediante artilugios narrativos que enriquecen el relato: “Nuestros pasajeros parecían tan abiertos comparados con la gente en ocasiones hermética que habíamos encontrado aquella semana en el Este, se comportaban de una manera tan naturalmente cosmopolita que no se nos pasó por la cabeza que pudieran ser orientales”.

Suerte de cuaderno de viaje potenciado, Otoño alemán consigue extraer un plusvalor de las vivencias ocurridas treinta años atrás gracias a un muy buen manejo de la escena como condensador narrativo (que desarrollan un complejo de tensiones a partir de una situación específica o incluso de una imagen, como las paralelas blancas trazadas sobre un plano) y la colección de anécdotas y personajes curiosos. En un contexto en el que el testimonio de primera mano y la estética de lo inmediato amenazan con fumigar los matices de la ficción, Liliana Villanueva aborda una serie de situaciones del pasado sin abandonar el campo de la crónica y la autobiografía, pero esgrimiendo estrategias narrativas propias de la novela.

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Publicado en Ñ / Clarín (29-12-2019)

Reseña: Berisso, 1928, de Daniel Samoilovich

Berisso 1928. La vida futura Daniel Samoilovich Bajo la Luna, 2023 Berisso 1928. La vida futura de Daniel Samoilovich (Buenos Aires, 1949) ...