Reseña: Tómelo o déjelo, de Hendri Roorda

La moral de un pesimista alegre

Por Emilio Jurado Naón


El chiste de un humorista que se suicida no despierta muchas carcajadas; pero la mirada de un moralista escéptico sí puede teñir con humor oscuro la escena cotidiana de sus contemporáneos. “Si todos los hombres tuviesen humor, habría menos estrechez en sus juicios y menos violencia en sus disputas”, afirma con seriedad el pacifista Henri Roorda en su conferencia de 1925 “La risa y los que ríen”, y enlaza una de las tantas vueltas entre acción individual y función social que pueden leerse en sus escritos.

Hasta hoy, la obra traducida al castellano del suizo francoparlante Henri Philippe Benjamin Roorda van Eysinga se limitaba a la versión española de Mi suicidio y al ensayo Efectos de la educación moderna, publicado en Argentina por la editorial de la revista anarquista La protesta, en 1925. La actual publicación, curada y traducida por Ariel Dilon, reúne la nota de suicidio más larga y elaborada de que se tenga noticia, la mencionada ponencia sobre la risa y Tómelo o déjelo, una antología de crónicas sociales escritas bajo el seudónimo de Balthasar durante la Gran Guerra. Los tres textos forman una nueva y más completa radiografía de la mente sentimental de este moralista social, libertario individualista, fisiólogo del carácter, derrochador irreparable, hedonista culinario, profesor harto de la rutina y suicida decoroso: “Tendré que tomar precauciones”, fue su última reflexión escrita, “para que la detonación no resuene con demasiada fuerza en el corazón de un ser sensible”.

Las crónicas de Roorda parten del gesto mínimo de detenerse y mirar: “El otro día, en la calle, como no tenía apuro, me puse a mirar a la humanidad”; leve inercia impuesta al envión diario que eleva el detalle al pensamiento sobre lo universal. Con humor absurdo, pero sin abandonar el juicio moral sobre hábitos y costumbres, su alter ego Balthasar se pregunta por asuntos como la falta de interacción entre las personas que hacen fila para comprar manteca, las ventajas de la huelga para que el ciudadano medio deponga el apuro y aproveche su vida en familia, el amor que despiertan la papa, el carbón y la carne en época de carestía, o cómo “el gesto del pegador de afiches es simbólico” y “nos hace pensar en la loca carrera que es nuestra vida”. Un ánimo extraño y algo ciclotímico destilan las observaciones del pedagogo suizo sobre su entorno en plena economía de guerra: conviven el hartazgo del yugo cotidiano y la noción de que, a pesar de todo, en ese trajín anida la belleza.

Sólo alguien que planea un libro titulado El pesimismo alegre y, en su lugar, termina escribiendo Mi suicidio es capaz de sostener tamaña contradicción en la escritura. Pero para Roorda no se trata de una inestabilidad disfrutable, sino una más de las tantas “desarmonías que el individuo padece”. Mediante un desplazamiento ficcionado (como en la crónica “Un monstruo”, en la que un amigo acude a Balthasar porque lo aqueja la culpa de saberse sensible ante la poesía pero indiferente hacia la “desdicha de sus semejantes”) o en el minucioso análisis sobre sí mismo que compone Mi suicidio, Roorda recurre a conceptos de orden económico (“He cometido una mala acción que ni con toda la moneda sentimental que he entregado, centavo a centavo, a personas extrañas, podría pagar”) y mecánico (“En mi motor térmico debía haber un vicio de construcción, dado que había un constante escape de calor que se perdía en el inmenso vacío”) en el afán por explicar su constitución sensible y conocer las causas de su mal funcionamiento. Estos dos paradigmas, transversales a la escritura de Roorda, confluyen en un órgano: el estómago, ese “alambique en el que el queso, la carne, las frutas y el vino se espiritualizan”. Sin el placer de la comida, Roorda/Balthasar se siente miserable; el racionamiento de guerra en Suiza no colabora con su capacidad de defender las causas nobles y recae en “pensar con melancolía en filetes de lenguado, en perdices al repollo o en lomos con aplomo”.

Pero es en Mi suicidio donde, tal vez a causa de que la angustia lo arrincona, las reflexiones morales de Roorda llegan a su máximo y más valioso punto de condensación (un punto en donde el ensayo, el aforismo y el poema no se distinguen). Allí, las vueltas de su afección encuentran un sosiego momentáneo en frases como la que arriesga: “A veces un hombre inmoral no es otra cosa que un hombre moral que está fuera de su sitio”.

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Una versión de esta reseña fue publicada originalmente en Ñ / Clarín el 9 de noviembre de 2019.
https://www.pressreader.com/argentina/revista-n/20191109/281822875615024

Reseña: la mesa, de Darío Canton


La lengua en la punta de la mesa
Por Emilio Jurado Naón


“Al principio fue la mesa”, podría comenzar el evangelio de un escritor materialista. Porque antes que el verbo; antes que el papel o la computadora donde transcribir el verbo; antes, en el sentido de lo previo pero sobre todo de lo anverso (atrás o debajo, como soporte del verbo escrito), siempre estuvo la mesa. Y la mesa, si se trata de Darío Canton y su “tratado poéti-lógico”, la mesa es el verbo: con todas las conjugaciones posibles en tiempo, persona, número y modo.

¿Qué es la mesa, ese libro fechado hace medio siglo, originalmente publicado por Siglo XXI sin la firma de su autor? En principio, y de manera general, se trata de un largo texto en verso, compuesto por dieciocho capítulos que abarcan, entre otras, la historia, etimología, psicología, hagiografía, patología, representación artística de la mesa a lo largo y ancho de la historia de la humanidad. Aunque, como apunta Demian Paredes en el prólogo a esta reedición, la mesa tiene su origen en un sueño, anotado sobre la mesita de luz durante la noche y luego extendido por Canton mediante consecuentes consultas enciclopédicas, las “puertas” (con perdón de la traición mobiliaria) del texto están representadas por una cita del primer tomo de El capital, donde Marx toma a la mesa como ejemplo para hablar de la mercancía, que “en cuanto cosa sensible, es a la vez suprasensible, la mesa ya no se limita a estar parada en el suelo sobre sus patas, sino que se pone frente a todas las otras mercancías cabeza abajo y de su cabeza de madera brotan fantasías mucho más asombrosas que si comenzara espontáneamente a bailar”. Lo que se pone a bailar en este libro de Canton es, antes que la mesa, el lenguaje.

La cosa como excusa para escribir y los discursos sobre las cosas como un telón de fondo hecho de géneros parodiables pronto se revelan motivo profundo del texto, que empieza en definición (“La mesa/ se compone/ de una tabla/ horizontal/ o piedra/ —caso del dolmen—/ colocada/ a cierta altura/ sobre el piso/ y tres, cuatro/ o más patas/ que la sostienen/ excepcionalmente dos/ (por lo común/ de uso religioso)/ acaso una”), rápidamente deriva en invención jocosa (“Hubo una época/ de oro de la humanidad/ en que/ gobernaban las mesas/ llamada mesocracia”) y, hacia el final, pega un salto asociativo, al borde de la glosolalia, de disfrute lingüístico, en los versos posibles del místico hipotético Martín de la Cruz: “la mesa renace/ trasmuta/ reintegra/ florece/ se expande;/ la mesa es/ chupete/ churrasco/ charada/ tornillo/ cantina/ remate/ benjuí”.

No sería arriesgado pensar que sólo puede haber dos tipos de lectores para la mesa; aquellos más solemnes, que se verían exasperados por el chiste incansable de jugar con las palabras; y otros que, un poco menos solemnes, entran en “el juego de la mesa”, se les queda pegado el fanatismo mesiánico, y la lengua se les vuelve mesa, de tanto nombrarla y leerla por todas partes.

La obra incansable de Darío Canton, que tiene la extensión y la forma de su vida (como lo testimonian los siete tomos de De la misma llama, que abarcan la vida del autor desde 1963 hasta 2016, en una torsión continua del poema sobre el contexto histórico y la autobiografía), merecería una columna aparte; pero valga la reedición de la mesa para constatar que la expresión poética llevada hasta sus últimas consecuencias no excluye el humor (al contrario, de él se nutre). En una época en la que la risa pareciera limitarse al cinismo y la ironía, el humor del lenguaje y en el lenguaje que desarrolla Darío Canton (Nicanor Parra de estas pampas) recuerda una veta poética de amplia expresividad e invención, una creatividad libre, desacartonada, que se ve poco en la literatura contemporánea.

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Publicada originalmente en Ñ / Clarín el 17-10-2019.
la mesa, Darío Canton (zindo & gafuri, 2019) 

Reseña: Berisso, 1928, de Daniel Samoilovich

Berisso 1928. La vida futura Daniel Samoilovich Bajo la Luna, 2023 Berisso 1928. La vida futura de Daniel Samoilovich (Buenos Aires, 1949) ...