Incidente con Chile

Un día cargado de espesas nubes que poblaron el cielo y se cerraron sobre mí como el techo asmático de una mina de cobre en cuya superficie rebotara y se desvirtuase con cada golpe el eco cacofónico de mis exclamaciones convulsas propias de un entendimiento exangüe y extensamente sometido a la falta de oxígeno, la exasperación tocó en el delirio: la cabeza se me hinchó, amoratada, y las cejas se me tensaron como arcos a punto de impulsar las flechas de mis ojos; escupía espuma por la boca, me castañeteaban los molares y premolares, frontales y caninos aserraban saliva. Estaba frenético, demente; de fondo, desde lo hondo del cerebro, sentí nacer el timbre histérico de violines que irritaban las agudas cuerdas en un crecendo de cabalgata walkírica. Estaba frenético, demente, y concebí (uñas chirriantes contra la mesa de caoba, arruinada en su limpidez pura por las rayas paraleloides de un pentagrama colérico) la idea sublime de desacierto de castigar a Chile entero, ¡Chile todo!, de declararlo ingrato, vil, frenético, infame. Me imaginé calzado de crudas botas de montar y montándome a Chile entero, todo Chile: yo arriba, estrujando los lados de un potro indómito que, cimbronazo a cimbronazo, cedía y se volvía pasivo ante mis descargas sádicas, ¡plaum! ¡plá! Con el látigo de tres puntas laceraba el lomo de la bestia, los ojos eyectados en sangre, resoplando mucosa burbujeante por los lagrimales y eyaculando baba entre dos labios en complot.
Escribí, en medio de aquel trance violento, no sé qué diatriba –no la recuerdo, en serio; sólo conservo una como imagen de papel arrugado y con algunos mordiscos en los bordes que ostentaba una caligrafía, dadas las circunstancias, sorpresivamente prolija y llena de firuletes: prueba maestra de la frialdad de temperamento que me respalda cualquiera sea la situación. El contenido de la diatriba era, en efecto, beligerante, sin tacha, tira-bombas y de un romance envidiable; púsele mi nombre al pie con una estocada de la pluma, la llevé a pasos cortos pero rápidos, patinando sobre los húmedos adoquines en la madrugada de Santiago, hasta la imprenta de “El Progreso” y dejela directamente en manos de los compositores; hecho lo cual me retiré a casa en silencio, volviendo a resbalar en las partes más sobresalientes del empedrado.

Tal vez fuesen las suelas nuevas –novísimas– de los mocasines que llevaba, no sé... pero, a la tercera vez que casi me parto la crisma en parabólica caída sobre la calle silenciosa (apenas unos gorriones, ¡benditos querubines de la urbe filoeuropea!, y una paloma renga hacían la guardia de aquella mi humilde y humillada callejuela, entre la bruma que los primeros guiños del día iban disipando), a la tercera, digo, o cuarta vez que se repitió, toda la furia que había estado conteniendo con buches en los carrillos –apenas con ligereza canalizada hasta el momento por imágenes de perversidad psicodélica contra un Chile traducido en potro– se me desbordó y fue a descargarse bajo la forma de un torrente verbal encima de los idílicos adoquines inmutables. Uno, sobre todo, –¡uno de los paralelepípedos, digo!– uno particularmente pedante, me sostenía su temple en señal de desafío. Brillaba su pátina, a cuyo esplendor matutino aboné con gotas de saliva.

Quien me hubiese vislumbrado a lo lejos hubiera fantaseado con un hombre convertido en pájaro: los gestos en síncope asemejaban de tal modo al aleteo pueril y famélico de estos seres.

Es que mi condición era paupérrima; flaco, desgarbado, ojeroso y resoplando bilis me podría haber visto cualquier paje andino agarrándomelas contra ese poliedro atónito que atendía mis injurias con asiática paciencia. Nada expresaba, respondía nada. Zapateé la superficie reducida de mi enemigo –uno entre incontables rectángulos idénticos– con el fin de infringir un daño, conseguir una satisfacción. A diez metros, una tienda de abarrotes sostenía su fachada angustiosa; la tranca estaba puesta pero, junto al portón, centelleó el filo de un fierro romo. Lo alcancé sin dudar más y comencé a forcejear con el objetivo de extraer el adoquín fuera de la ceñida multitud de sus pares, quienes, tan mudos como el insolente resbaladizo, oponían superficiales caras lisas a la exuberancia de mis refunfuños. Gggggggggggggggh –el pico del caño titubeaba contra la piedras –lo sostenía yo con ambas manos –éstas también resbalaban –me sequé contra el pantalón, volví a forzar –¡clanc!, el fierro erraba el intersticio –ahí, entre adoquín y adoquín –¡adorno superfluo de las capitales! –¡bárbara disposición del granito que hace tambalear al mocasín civilizado! –¡maldición escuadrada del Oriente! –¡maldición! ¡maldición! –¡¡Ad-dukkân, ad-dukkân!!

La piedra no cedió (aunque creo haberla corrido hacia un margen); arrojé el fierro, que tintineó calle abajo, y volví a mi buhardilla, en donde cargué las pistolas (regalo práctico y varonil de Montt en mi arribo a Chile) y aguardé a que estallase la mina que debía volarme a mí mismo: el libelo ardiente que para aquel entonces estaría pasando de una atónita mano de cajista a otra –como la flama a lo largo de una mecha– y que no tardaría en alcanzar el paquete de dinamita, constreñido y sucio, de la opinión pública chilena, pero que me dejaba vengado y satisfecho de haber cumplido grande acto de justicia.

Las naciones pueden ser criminales, pueden ser rufianes, pueden ser drogadictas, matreras, cuatreras o simplonas; pueden ser sordas, las naciones, bobas, moqueantes o vocingleras; las naciones pueden ser sabrosas, ordinarias, pantomimas y parsimoniosas, pueden ser pastosas; pueden ser hipnóticas, crónicas, convalecientes, calcinantes y efervescentes; pueden ser amnióticas las naciones, animosas, pletóricamente hemorrágicas, pueden ser tísicas, esplendorosas, fanfarronas, runflas, resacosas u ociosas nomás; escleróticas naciones puede haber, puede haberlas rotas, recompuestas, recauchutadas, espontáneas o bien varias veces, repetidas veces, ensayadas y fallidas, cluecas, ensimismadas o exhibicionistas, lúmpenes, lupanares, laparoscópicas, electrónicas, puestas, repuestas, irreverentes, naciones del todo contradictorias pero igualmente convincentes, naciones cobrizas, argénteas, falsometálicas o de cal, cuero, calcio, naciones producto de la quema, rastrojos, las he visto; las naciones pueden ser netas, deudoras, prometedoras, predestinadas, pretéritas y pésimas, pueden ser la peste, pueden ser el pero; las naciones pueden ser lo peor, también, o lo bueno o lo mejor, regular, pueden ser un dedo grueso o un labio leporino, las naciones pueden ser un pepino... y lo son a veces (otras veces no); y no hay juez que las castigue sino sus tiranos o sus escritores. Es que. Es que. Es que quejábame yo, en aquella diatriba, de todo: del presidente, de Montt, de los Viales, de Azmhun, de aquel politiquero rengo, de Armando Armenio, de los diarieros y de los mozos que no lo miran a uno cuando uno quiere pedir la cuenta (¿qué se hacen? ¿qué se hacen?), así como del café de Chile me quejaba, que siempre está frío cuando uno decide sorberlo luego de gastar extendidas charlas entre colegas; me quejé también de las mujeres y de la falta de mujeres (cantidad y calidad, ¡bah!), del arroz, del arroz con pollo, del salchiarroz, del arroz con leche que casi ni se consigue, del queso gruyer, que aunque rico, ¡qué pasa con esos agujeritos! (del queso me harté y extendí al respecto); soné la nariz de mi indignación incluso contra las novelas por entrega y los más altos poemas de la lengua castellana (por buenos me refregué en ellos, por elevados); descargué saña contra los cordones demasiado cortos y contra las alarmas despertadoras que no saben a uno levantarlo; contra el clima me irrité y presenté queja de los días soleados, de los helados y del trabajo, de la falta de trabajo, del sistema y lo sistemático, a la vez que desestimé el orden natural de las cosas, por prolijo; y, por desaliñadas, a las revueltas del proletario; a la monarquía y a la nueva República, en fin, las mandé a un pozo para que no escapase uno solo de mi justicia, de mi tiránica escritura, esta escrituraria tirantez. Y a los escritores (¡los otros!) y al público en masa (¡basura boba!), los ponía overos con verdades horribles, podridas, humillantes, falsas, suficientes para amotinar una ciudad, tornarla demente de cólera, y hacerla pedir la cabeza, lengua y genitales del osado que tales injurias la hacía (¡que era yo!). Largas hileras de antorchas me rodearían en forma de red fogosa y elevarían un aullido desgarrante: sería el fin, el festín de los bárbaros mendicando por el cuerpo de este servidor que había tenido demasiado y se entregaba estéticamente al desguace. ¡Tomen lo que les falta, envidiosos! ¡Despedacen! ¡Desfiguren! ¡Con los dientes seguiré apretando la verdad hasta que de piedras me atraganten! ¡Más que fango, nada sacarán al rasquetearme la carne! ¡¡Fango y sangre!! Yo hacía crujir el mango de las pistolas entre los dedos mientras tales imágenes desfilaban en la caverna de mi cráneo...

Fragmento de "Incidente con Chile", del libro inédito Sanmierto.

Reseña: El interior afuera, de María Lobo


La alta burguesía se quedó sin épica, sin tragedia y sin lírica, podría pensarse después de leer El interior afuera, de la escritora María Lobo. ¿Entonces qué le queda? Queda la novela realista como cáscara reseca sobre la que se imprimen los gestos y síntomas de una élite social autómata. En una tónica que recuerda por momentos a las películas de Lucrecia Martel, esta segunda novela de Lobo rastrea con ojo clínico los años de madurez de Pali y Marcelo, dos medio hermanos nadadores de San Miguel de Tucumán que, desde que su madre y padre respectivos se mudan a vivir juntos, sostienen una relación amorosa oculta mientras siguen los pasos pautados por su clase de pertenencia.

El trasfondo de la trama se sostiene sobre dos pilares: consumos culturales y política. El teatro, el cine, las revistas durante el desayuno de domingo, el juego de T.E.G. en casa, los asados al pie de la montaña y los cursos de decoupage son representados en detalle como los monolitos de la burguesía tucumana capitalina. Escenarios transidos de conversaciones cuya trivialidad sería nefasta si no estuviesen operados por una perspicacia narrativa que los desliza y enrarece apenas: “Marcelo se acercó. Agarró la hoja en la que Pali estaba dibujando./ –Qué lindo./ –Es de Rousseau –dijo Pali./ –Podría ser tuyo –dijo él–. No sé quién es Rousseau./ –Pero es de Rousseau”. Así también, entorno distante, los árboles que recuerdan a los desaparecidos de San Miguel, la transmisión televisiva de los acontecimientos del 2001 en Buenos Aires y de la tragedia de Cromañón en 2004 son algunas de las imágenes que rodean con fluidez a estos su sujetos; referencias históricas impactantes pero rápidamente prescindibles para un grupo humano que se siente exceptuado de la historia, en un perpetuo nado entre andariveles (“San Miguel, las ciudades del fin del mundo en donde ellos pasaban sus días, no podían ser decadentes”). Como en los diálogos, María Lobo hace foco en la carga política del lenguaje al caracterizar las inflexiones que estos tristes esclarecidos utilizan para comunicarse: “Evalúa con gracia los niveles de culpabilidad. Ella es gratificante. Escuchar sus opiniones resulta en una experiencia que nunca sabe a juicio; más bien, sus palabras llevan la música de la justicia”.

¿Y el conflicto? El conflicto se elude o está en otro lado, siempre. El narrador de El interior afuera juega entre tono anestesiado y la omnisciencia total que le permite atravesar pensamientos, épocas y géneros (textiles): “Personas normales. Ger habla de casarse; pelean cuando salen del teatro, se toman dos botellas de cerveza y ella dice que está cansada. Se muere de sueño y no lo invita a dormir. El problema se mueve ahí, en ese punto invisible. Los puños de Marcelo, que nadie más podía ver escondidos en los bolsillos, estaban cerrados”. Una voz que sigue a los personajes a lo largo de tres décadas y destila el conflicto a cuentagotas; juega con la tensión entre la catástrofe que se avecina y la evidencia de que, a ellos, nunca les pasará nada grave. Finalmente, ni el temido “incesto” tiene consecuencia alguna: se diluye en el desinterés o el desentendimiento voluntario de sus familiares y amigos, para convertirse en una tenue ruptura epistolar.

En un contexto en el que la novelística parece limitarse al yoísmo costumbrista y farandulero, María Lobo retoma la tradición del realismo con tono singular y un concienzudo trabajo narrativo. Sin efectismos pero tampoco solemnidad, El interior afuera cuenta una historia de amor en los claustros resecos de la élite tucumana y le toma el pulso a ese lenguaje, a los hábitos y las formas de una clase, que son históricas aunque se pretendan atemporales.

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El interior afuera, de María Lobo (Qeja ediciones)
Reseña publicada con el título "Realismo medido para el desencanto burgués" en Revista Ñ (16/02/2019)

https://www.clarin.com/revista-enie/literatura/realismo-medido-desencanto-burgues_0_1HYy2VYwq.html
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Reseña: Celuloide, de Augusto Munaro (Minibus)

Las pesadillas de un cinéfilo desquiciado

¿Cuántas reseñas más podemos aguantar? Celuloide, de Augusto Munaro, resuena como la sana reacción ante el sopor del autodenominado periodismo cultural y el empaste estilístico que se reedita con cada comentario condescendiente de libros, series, obras de teatro y películas. Colección bizarra de invenciones, Celuloide plantea un engañosamente simple conjunto de notas sobre clásicos del cine nacional e internacional que habrían sido encontrados en la carrocería deshecha de un Torino en San Miguel de Tucumán.

A partir de títulos como Lolita, Muerte en Venecia y Operación Masacre, Munaro trastoca actores, realizadores, vestuaristas, directores de imagen, productores y guionistas, y delira las tramas hacia versiones posibles de los filmes (a veces opuestos por el vértice, y otras decididamente distintas a su original histórico). Así, Romeo y Julieta pasa a ser la aventura de una pareja de montevideanos que escapa del mandato familiar para enlistarse en las FARC, y Psicosis se transforma en una “fábula sociológica” portuguesa que, al relatar los desastres de una epidemia de risa incontenible en Lisboa durante 1599, configura una crítica acérrima al melancólico régimen de Salazar.

Pero las perversiones provechosas no actúan sólo al nivel de la trama; el efecto hiperrealista de cada reseña se ve apuntalado mediante comentarios precisos sobre la técnica cinematográfica: planos, banda sonora, y color, granulado y duración de la cinta son algunos de los trazos que se destacan al pasar con deleite, sorna o amonestación según el caso. “No obstante, hay escenas brillantes, momentos incluso de genialidad, como el plano americano de Ana Magnani mientras estrecha el cadáver de su beba sin derramar una lágrima y detrás de ella, en silencio, el obispo se lanza al mar por la borda”, comenta el reseñista anónimo acerca de una versión singular de 8 a la deriva en la que el grupo de sobrevivientes en el bote salvavidas pasa a ser víctima de la hipnosis homicida del transexual bipolar Víctor/Victoria (Boris Karloff).

La reseña sobre Impresiones de África (1968), en el centro del libro, da la clave de lectura al imaginar una adaptación al cine a cargo de Philippe de Broca de la novela radical que Raymond Roussel publicó en 1909. La fría maquinaria narrativa que ideó Roussel con el objetivo de independizar a la creatividad de los condicionamientos del sujeto autoral parece ser la herramienta que invoca Munaro para despertarse de la pesadilla de la cultura. El artilugio de Celuloide, tan lúdico como agotador, se interesa por los extremos del arte (o por el arte llevado al extremo), como si la historia del cine no fuera suficiente, como si el cinéfilo desquiciado estuviera harto de cultura y necesitase elaborar un procedimiento creativo que lo arranque de la medianía artística.

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Publicada como "Las ilusiones y pesadillas de un cinéfilo desquiciado" en Revista Ñ el 25/01/2019






Reseña: Pornosonetos de Pedro Mairal

Mairal y el soneto juegan al poema*

Pornosonetos de Pedro Mairal (antes publicados en ediciones dispersas con el seudónimo de Ramón Paz) ostenta el poco halagueño record de ser cuatro veces conservador. Es conservador en la forma, ya que la elección del soneto, y la consecuente técnica de la métrica y la rima, atrasan siglos en el desarrollo de la poesía. Es conservador en el lenguaje: un coloquialismo chato y efectista que se aferra a un léxico erótico simplón (“culo”, “tetas”, “poronga”, “tajo”, “chota” se ubican entre las voces más arriesgadas de su pornovocabulario). Es conservador en lo ideológico en tanto reproduce el estereotipo del goce masculino y heteronormativo, cuyo lugar de enunciación es eminentemente fálico (“me zumba la poronga fluorescente/ como espada de jedi con estática/ me hierve la capacidad espermática/ las bolas repletísimas de gente”) y cuya destinataria de descargas eróticas se reduce a perímetros objetualizados del cuerpo femenino (“ricardo conoció a una morochaza/ y se mudó a su culo de por vida/ la morocha le dio la bienvenida/ y él tuvo entre cachetes nueva casa”).

Por supuesto, se podría argumentar que la moral no aplica a la literatura o, antes bien, que el machismo explícito de estos sonetos es índice de ironía y desfachatez. Y es cierto que tanto el género poético vetusto como el registro oral mediocre también pueden encontrar una justificación en la excusa de ser “medio en chiste”. Es que esta tríada de conservadurismos se rescata mutuamente y no sobrevivirían dos sin la ausencia del tercero. ¿Sería interesante un soneto de Mairal sobre, digamos, el mar, la luna, el monotributo? ¿Estaría dispuesto a escribir un poema de amor en verso libre? ¿Y un poema falocentrista en verso libre? De alguna manera, la combinación de las tres líneas bajo una cúpula jocosa buscan poner a los Pornosonetos al resguardo de toda valoración estética. Incluso leídos desde el género soneto dejan mucho que desear; por su reiterada acumulación de conectores, las rimas fáciles (“estrellas” con “bellas”; “dura” con “calentura”) y el absoluto desinterés por trabajar la sintaxis dentro del verso ni la semántica dentro de la estrofa.

Pero el cuarto y más terrible aspecto conservador de los Pornosonetos (el único realmente imperdonable) es la estafa puritana de enunciar como “porno” textos incapaces de encender una excitación en quienes los leen. Porque no lo son; no son pornográficos, no incitan el goce voyeurista ni fabrican un placer en la verbalización de la sexualidad. Los sonetos de Mairal apenas pueden leerse como poemas de amor remanidos, repletos de lugares comunes, conjugados en el decadente tono porteño del piropo (“qué rubia más hermosa toda suave”, “qué lindo te quedaba ese vestido”); una colección de estereotipos femeninos catalogados por color y nacionalidad (la gringa, la rubia, la morocha, la negra, la brasileña, la paraguaya), en la que los pocos actos sexuales referidos quedan sepultados por una caterva de metáforas (“tengo un camión de sancor en las bolas”), elipsis (“y amazona después sobre la dura/ dejándote caer sobre tu peso”), comparaciones (“tu culo de melón superlativo”) y metonimias (“la rígida firmeza la empinada”), que los sitúan, más que en la disruptiva tradición de la literatura pornográfica, en el suave y cordial branding del erotismo comercial.

Por eso, aunque los Pornosonetos pretendan aggiornar una poética del género (“yo tiro alguna idea y me rebota/ el soneto devuelve la pelota”) y el yo lírico añore un trip estético al lamentarse “la concha de la lora quiero un viaje/ que me lleve hasta el fondo del lenguaje”, los numerosos poemas de Mairal no se alejan mucho de las rimas simpáticas del chistoso de la clase.

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* Publicado con el título "Pedro Mairal, al son de las rimas guarangas" el 07/11/2018 en Revista Ñ:
https://www.clarin.com/revista-enie/literatura/pedro-mairal-rimas-guarangas_0_FWppvkmae.html

Reseña: Berisso, 1928, de Daniel Samoilovich

Berisso 1928. La vida futura Daniel Samoilovich Bajo la Luna, 2023 Berisso 1928. La vida futura de Daniel Samoilovich (Buenos Aires, 1949) ...