Reseña: Las Malas, de Camila Sosa Villada

¿Se escribe para contar un mundo o para escapar del mundo? En Las malas, Camila Sosa Villada tensa esta pregunta al tirar del género testimonial y la imaginación trans, dos extremos de la cuerda sobre la que hace equilibro una vida. Sosa Villada es actriz y escritora; “fue prostituta, mucama por horas y vendedora ambulante. A veces canta en bares”, registra la solapa de su tercer libro publicado, y así da pie al tono y la ética de esta autobiografía de juventud: la alegre dignidad de quien asume la prostitución como uno entre tantos trabajos del proletario.

Las malas conserva la organización en entradas breves propia de la escritura de Blog que dio origen a este texto y relata de manera fragmentaria la época en que la diarista de dieciocho años viajó de Mina Clavero a la ciudad de Córdoba, donde comenzaría, de día, sus estudios universitarios como varón, y de noche, como Camila, encontraría un espacio de pertenencia entre las travestis del Parque
Centenario. La experiencia de Sosa Villada recupera los últimos años de esa zona roja que la modernización del alumbrado público y la persecución policial terminaron por suprimir poco tiempo después; un arco temporal que coincide con el apogeo y decadencia de la comunidad trans (sus trabajos y sus noches bajo la vigilancia monumental de un Dante de piedra), la adopción de un bebé abandonado entre los árboles y el desarrollo de su crianza colectiva por parte de este grupo intenso cuyas integrantes sucesivamente se acompañan y hieren, compiten o se brindan afecto, viven un equilibrio inestable de sufrimiento y brillo: “El dolor de una travesti, las pocas veces que asoma de verdad el dolor de una travesti, es como un hechizo: somete al espectador a un estado de lisergia triste, de pena fosforescente”.


Sin abandonar el carácter testimonial, Sosa Villada mezcla asuntos y géneros literarios en las entradas de su diario. La infancia bajo el terror de un padre violento y las situaciones límite como prostituta en la capital se abordan desde un realismo seco, a veces cercano a la crónica y otras veces plantado en la denuncia que enarbola una épica trans: “No pueden mirar otra cosa. Eso logramos las travestis: atraer todas las miradas del mundo. Nadie puede sustraerse al hechizo de un hombre vestido de mujer, esos maricones que van demasiado lejos, esos degenerados que acaparan las miradas”. Si bien justificados y constituyentes del núcleo político de Las malas, estos pasajes se vuelven repetitivos con el correr de las páginas. La enumeración catártica de su fraseo (proveniente tal vez de la plataforma Blog) se vuelve monótona, diluye la fuerza con la que empieza el libro y le roba protagonismo al otro género, mucho más proteico, con el que convive: la ficción trans en aquel estilo personal “de pena fosforescente”.

La fantasía se vuelve clave para narrar a los mejores personajes de la comunidad, como los Hombres sin Cabeza, veteranos de guerras africanas codiciados por las travestis de Córdoba, o La Tía Encarna, de ciento setenta y ocho años, y moretones en la piel consecuencia del “aceite de avión con el que había moldeado su cuerpo, ese cuerpo de mamma italiana que le daba de comer, pagaba la luz, el gas, el agua para regar aquel patio hermosamente dominado por la vegetación, aquel patio que era la continuación del Parque, tal como el cuerpo de ella era la continuación de la guerra”. En otras y otros cuerpos, el devenir de hombre a mujer encuentra una superación (un exceso) y traspone el límite entre las especies: una triste y paulatina mutación de María la Muda en pájaro comparte pasillos con las noches de vigilia para cuidar a Natalí, que, convertida en lobizona con cada luna llena, “era como la menstruación de nuestra manada”.

Aunque más cerca de Gabriel García Márquez que de Copi o Pedro Lemebel, la narrativa de Sosa Villada enuncia con voz singular la experiencia de una vida, y las penas y glorias de la identidad trans contemporánea, sin abandonar ni la perspectiva colectiva ni la conciencia de clase. Porque es clara y asumida la identidad proletaria desde donde escribe Camila, y se pone de manifiesto, muchas veces, por contraste, como en la visita de un grupo de travestis de ocasión, pertenecientes a familias acomodadas de Córdoba, quienes “vestidas con las blusas elegante de su madre, tocadas por el halo de la perfumería más exquisita, venían a recordarnos la miseria de nuestras raíces: el plástico de nuestros manteles, la debilidad amarilla de nuestros muebles de pino, lo grasosas que eran esas colchas que habían cubierto a todos nuestros antepasados antes de cubrir nuestros cuerpos”.

Aunque, por problemas de selección y edición, la rueda del relato quede girando en el aire en algunos pasajes, el carácter testimonial y la voluntad de manifiesto de Las malas garantizan su buen funcionamiento como libro, y Sosa Villada logra poner en primer plano el problema de forjarse una identidad mediante la constitución de una voz, que habla de sí cuando narra una comunidad y recuerda un colectivo de personas cuando cuenta la propia historia.

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Publicada como "El testimonio trans y su catarsis" en Revista Ñ (04/5/2019)

Reseña: Pequeño Arandela, de Sebastián Bianchi


Un cirujeo de textos e imágenes


Pervirtiendo a Alberdi, se podría decir que el mal que aqueja a la literatura argentina es la solemnidad. Pero el proyecto poético que Sebastián Bianchi viene elaborando desde hace algunas décadas constituye una trituradora de la altisonancia argentina, una podadora del pasto solemne. Sus textos, de apariencia simple pero extraño funcionamiento, son una máquina de reírse; y las carcajadas de un autómata siempre generan una sensación de inquietud, aunque la acompañemos, nosotros también, en la risa.

Pequeño Arandela, reedición abreviada del Manual Arandela de 2009, se presenta como un buen paneo para quien no haya leído antes a Bianchi. El compendio incluye un manual de gramática para aprender castellano (o cursos de vocablo Padua y Moreno-Villa Gesell, a precios más económicos); una “Introducción a la poesía”, con ejemplos nacionales e internacionales, modernos y clásicos; un estudio sobre la mecánica seguida de la presentación de algunas máquinas poéticas del medioevo; noticias, publicidades y solicitadas; gráficos, afiches y cuadros conceptuales sacados de contexto, y también una colección de diccionarios argentinos, en cuyos “sentidos tangenciales y de palabras con mala prensa encontramos definiciones que no se fijan a nada pero que pasan por varios [objetos] diferentes y distintos, dejando lo que sería un hilo de baba a modo de puente entre los signos”.

Para quienes ya hayan leído o visto las piezas de Bianchi, en cambio, la selección de Pequeño Arandela privilegia la lectura de su proyecto desde una perspectiva histórico-social. Porque, si bien los poemas de Bianchi se pasean por los barrios del arte conceptual, la escritura no creativa e incluso el casco histórico del dadaísmo, poco tienen que ver con la usual atemporalidad de aquellos célebres modelos. Al contrario, las preguntas acerca de qué sería escribir en un castellano argentino o cómo sería un arte latinoamericano preceden a cada movimiento de sus textos e imágenes: “No nos parece nada bien –a mí y a este que escribe y a todos los que escriben por mí– que se hable sin más de 'poesía de los argentinos' o de 'ese argentino tiene poesía', como si hubiese una poesía que, tras de volverse plastilina sintáctica, se acomodara en el molde del genitivo, acompañando al gentilicio mágico”, reflexiona en un ensayo estético, páginas antes de incluir a Holmberg, Bioy Casares y Cortázar en una breve enciclopedia literaria de la mecánica, a la par de Descartes, Shelley y Hawthorne. Tanto por su forma como por la red de referencias que despliega, la escritura de Bianchi sabe dónde está parada; se ocupa del lugar y tiempo de su poesía, aunque sólo sea para parodiar los mismos interrogantes.

Híbrido entre acumulador y erudito (víctima del “Síndrome de Diógenes”, en una referencia literal al sabio presocrático), Sebastián Bianchi cirujea en los baldíos de la cultura, en donde lo pretendidamente alto no se diferencia de lo pretendidamente popular, y rescata cascotes de la comunicación verbal y gráfica para modificarlos, reinventarlos o apenas encontrarles un lugar distinto. Hace poco Francisco Garamona afirmaba que César Aira era el último surrealista. En la misma línea, no sería arriesgado pensar en Sebastián Bianchi como el único dadaísta que queda en estas pampas, ya que, mientras la novela aireana se nutre del relato de las vanguardias, las piezas textuales de Bianchi aparecen como su correlato puro y duro: un bazar de objetos verbales y visuales, puestos en repisas, lustrados con desinterés.


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Salió publicada en Ñ (10/04/2019) con el título "Para triturar la solemnidad argentina"

Reseña: Berisso, 1928, de Daniel Samoilovich

Berisso 1928. La vida futura Daniel Samoilovich Bajo la Luna, 2023 Berisso 1928. La vida futura de Daniel Samoilovich (Buenos Aires, 1949) ...