Reseña: Tómelo o déjelo, de Hendri Roorda

La moral de un pesimista alegre

Por Emilio Jurado Naón


El chiste de un humorista que se suicida no despierta muchas carcajadas; pero la mirada de un moralista escéptico sí puede teñir con humor oscuro la escena cotidiana de sus contemporáneos. “Si todos los hombres tuviesen humor, habría menos estrechez en sus juicios y menos violencia en sus disputas”, afirma con seriedad el pacifista Henri Roorda en su conferencia de 1925 “La risa y los que ríen”, y enlaza una de las tantas vueltas entre acción individual y función social que pueden leerse en sus escritos.

Hasta hoy, la obra traducida al castellano del suizo francoparlante Henri Philippe Benjamin Roorda van Eysinga se limitaba a la versión española de Mi suicidio y al ensayo Efectos de la educación moderna, publicado en Argentina por la editorial de la revista anarquista La protesta, en 1925. La actual publicación, curada y traducida por Ariel Dilon, reúne la nota de suicidio más larga y elaborada de que se tenga noticia, la mencionada ponencia sobre la risa y Tómelo o déjelo, una antología de crónicas sociales escritas bajo el seudónimo de Balthasar durante la Gran Guerra. Los tres textos forman una nueva y más completa radiografía de la mente sentimental de este moralista social, libertario individualista, fisiólogo del carácter, derrochador irreparable, hedonista culinario, profesor harto de la rutina y suicida decoroso: “Tendré que tomar precauciones”, fue su última reflexión escrita, “para que la detonación no resuene con demasiada fuerza en el corazón de un ser sensible”.

Las crónicas de Roorda parten del gesto mínimo de detenerse y mirar: “El otro día, en la calle, como no tenía apuro, me puse a mirar a la humanidad”; leve inercia impuesta al envión diario que eleva el detalle al pensamiento sobre lo universal. Con humor absurdo, pero sin abandonar el juicio moral sobre hábitos y costumbres, su alter ego Balthasar se pregunta por asuntos como la falta de interacción entre las personas que hacen fila para comprar manteca, las ventajas de la huelga para que el ciudadano medio deponga el apuro y aproveche su vida en familia, el amor que despiertan la papa, el carbón y la carne en época de carestía, o cómo “el gesto del pegador de afiches es simbólico” y “nos hace pensar en la loca carrera que es nuestra vida”. Un ánimo extraño y algo ciclotímico destilan las observaciones del pedagogo suizo sobre su entorno en plena economía de guerra: conviven el hartazgo del yugo cotidiano y la noción de que, a pesar de todo, en ese trajín anida la belleza.

Sólo alguien que planea un libro titulado El pesimismo alegre y, en su lugar, termina escribiendo Mi suicidio es capaz de sostener tamaña contradicción en la escritura. Pero para Roorda no se trata de una inestabilidad disfrutable, sino una más de las tantas “desarmonías que el individuo padece”. Mediante un desplazamiento ficcionado (como en la crónica “Un monstruo”, en la que un amigo acude a Balthasar porque lo aqueja la culpa de saberse sensible ante la poesía pero indiferente hacia la “desdicha de sus semejantes”) o en el minucioso análisis sobre sí mismo que compone Mi suicidio, Roorda recurre a conceptos de orden económico (“He cometido una mala acción que ni con toda la moneda sentimental que he entregado, centavo a centavo, a personas extrañas, podría pagar”) y mecánico (“En mi motor térmico debía haber un vicio de construcción, dado que había un constante escape de calor que se perdía en el inmenso vacío”) en el afán por explicar su constitución sensible y conocer las causas de su mal funcionamiento. Estos dos paradigmas, transversales a la escritura de Roorda, confluyen en un órgano: el estómago, ese “alambique en el que el queso, la carne, las frutas y el vino se espiritualizan”. Sin el placer de la comida, Roorda/Balthasar se siente miserable; el racionamiento de guerra en Suiza no colabora con su capacidad de defender las causas nobles y recae en “pensar con melancolía en filetes de lenguado, en perdices al repollo o en lomos con aplomo”.

Pero es en Mi suicidio donde, tal vez a causa de que la angustia lo arrincona, las reflexiones morales de Roorda llegan a su máximo y más valioso punto de condensación (un punto en donde el ensayo, el aforismo y el poema no se distinguen). Allí, las vueltas de su afección encuentran un sosiego momentáneo en frases como la que arriesga: “A veces un hombre inmoral no es otra cosa que un hombre moral que está fuera de su sitio”.

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Una versión de esta reseña fue publicada originalmente en Ñ / Clarín el 9 de noviembre de 2019.
https://www.pressreader.com/argentina/revista-n/20191109/281822875615024

Reseña: la mesa, de Darío Canton


La lengua en la punta de la mesa
Por Emilio Jurado Naón


“Al principio fue la mesa”, podría comenzar el evangelio de un escritor materialista. Porque antes que el verbo; antes que el papel o la computadora donde transcribir el verbo; antes, en el sentido de lo previo pero sobre todo de lo anverso (atrás o debajo, como soporte del verbo escrito), siempre estuvo la mesa. Y la mesa, si se trata de Darío Canton y su “tratado poéti-lógico”, la mesa es el verbo: con todas las conjugaciones posibles en tiempo, persona, número y modo.

¿Qué es la mesa, ese libro fechado hace medio siglo, originalmente publicado por Siglo XXI sin la firma de su autor? En principio, y de manera general, se trata de un largo texto en verso, compuesto por dieciocho capítulos que abarcan, entre otras, la historia, etimología, psicología, hagiografía, patología, representación artística de la mesa a lo largo y ancho de la historia de la humanidad. Aunque, como apunta Demian Paredes en el prólogo a esta reedición, la mesa tiene su origen en un sueño, anotado sobre la mesita de luz durante la noche y luego extendido por Canton mediante consecuentes consultas enciclopédicas, las “puertas” (con perdón de la traición mobiliaria) del texto están representadas por una cita del primer tomo de El capital, donde Marx toma a la mesa como ejemplo para hablar de la mercancía, que “en cuanto cosa sensible, es a la vez suprasensible, la mesa ya no se limita a estar parada en el suelo sobre sus patas, sino que se pone frente a todas las otras mercancías cabeza abajo y de su cabeza de madera brotan fantasías mucho más asombrosas que si comenzara espontáneamente a bailar”. Lo que se pone a bailar en este libro de Canton es, antes que la mesa, el lenguaje.

La cosa como excusa para escribir y los discursos sobre las cosas como un telón de fondo hecho de géneros parodiables pronto se revelan motivo profundo del texto, que empieza en definición (“La mesa/ se compone/ de una tabla/ horizontal/ o piedra/ —caso del dolmen—/ colocada/ a cierta altura/ sobre el piso/ y tres, cuatro/ o más patas/ que la sostienen/ excepcionalmente dos/ (por lo común/ de uso religioso)/ acaso una”), rápidamente deriva en invención jocosa (“Hubo una época/ de oro de la humanidad/ en que/ gobernaban las mesas/ llamada mesocracia”) y, hacia el final, pega un salto asociativo, al borde de la glosolalia, de disfrute lingüístico, en los versos posibles del místico hipotético Martín de la Cruz: “la mesa renace/ trasmuta/ reintegra/ florece/ se expande;/ la mesa es/ chupete/ churrasco/ charada/ tornillo/ cantina/ remate/ benjuí”.

No sería arriesgado pensar que sólo puede haber dos tipos de lectores para la mesa; aquellos más solemnes, que se verían exasperados por el chiste incansable de jugar con las palabras; y otros que, un poco menos solemnes, entran en “el juego de la mesa”, se les queda pegado el fanatismo mesiánico, y la lengua se les vuelve mesa, de tanto nombrarla y leerla por todas partes.

La obra incansable de Darío Canton, que tiene la extensión y la forma de su vida (como lo testimonian los siete tomos de De la misma llama, que abarcan la vida del autor desde 1963 hasta 2016, en una torsión continua del poema sobre el contexto histórico y la autobiografía), merecería una columna aparte; pero valga la reedición de la mesa para constatar que la expresión poética llevada hasta sus últimas consecuencias no excluye el humor (al contrario, de él se nutre). En una época en la que la risa pareciera limitarse al cinismo y la ironía, el humor del lenguaje y en el lenguaje que desarrolla Darío Canton (Nicanor Parra de estas pampas) recuerda una veta poética de amplia expresividad e invención, una creatividad libre, desacartonada, que se ve poco en la literatura contemporánea.

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Publicada originalmente en Ñ / Clarín el 17-10-2019.
la mesa, Darío Canton (zindo & gafuri, 2019) 

El virus sanjuanino, por Quintín (Perfil / Cultura)

Dos libros impresos en agosto de 2019 se relacionan con Sarmiento. Ambos están escritos por licenciados en Letras de la UBA, lo que me hace pensar que en esa carrera inoculan a los alumnos con un virus que los obliga a meter a Sarmiento hasta en la sopa. Refinando la idea, creo que el virus los predispone a hacer de la literatura universal un asunto argentino del siglo XIX y a creer que las discusiones especializadas en torno a un puñado de escritores y políticos de esa época están en el centro del mundo, son el eje que ordena el pensamiento y la historia universales. Ana Ojeda nació en Buenos Aires en 1979, y su novela Vikinga Bonsái comienza parodiando al Facundo: “¡Sombra terrible de Fecunda, voy a evocarte, para que, sacudiendo el ensangrentado polvo que cubre tus cenizas, te levantes a explicarnos la vida secreta y las convulsiones internas que desgarran las entrañas de un noble pueblo! Vos que conocés el secreto, ¡desembuchá!...”, como si la operación sarmientina debiera repetirse con los cambios adecuados a la época: lenguaje inclusivo, costumbrismo urbano, supresión de los artículos (“al cabo de breve teclear, dar con institución que ofrece curso”) como un modo de homenaje o de invocación obligatoria.
Ojeda utiliza a Sarmiento como un gadget más de una escritura que parece dictada por una impaciencia que pide ser calmada con adornos. En cambio, desde el título mismo, Emilio Jurado Naón (Buenos Aires, 1989) toma en Sanmierto al discutido prócer como centro de su ¿novela, poema? y es como si el virus hubiera alcanzado allí el punto en el que la epidemia por él desencadenada no pudiera llegar más lejos. Con una prosa barroca, musical, erudita, casi cubana (“Urquiza, jeque del tejemaneje”), poblada de referencias a los fluidos y excrecencias corporales (¡un poco de recato, pazguato”), Jurado Naón narra cinco episodios inventados de la vida de su personaje en calidad de erotómano, exiliado, gobernador, boletinero del Ejército Grande que culminan con la magistral fusión de Sarmiento con la historia y la literatura cuando, antes de Caseros, se sorprende vomitando una pieza tipográfica.

En esa escena parece terminar Sanmierto, pero luego viene un postfacio en el que, desde una quinta Carta Quillotana, Juan Bautista Alberdi hace una crítica apolínea del libro, donde lo acusa de escudarse en la parodia para terminar hablando por boca de Sarmiento. “No solo ha equivocado el modelo al escribir una semblanza patizamba de ese cordillerano malhumorado sino que, al hacerlo, la ha inflado tanto, le ha inyectado tanta cantidad y tan variados humores contradictorios y contraindicados que esta lo devoró a usted y se apropió de su estilo, Jurado Naón” (...) “Usted se ha dejado llevar por la pasión que le causa, mal que le pese, la prosa de un loco activista (...) por el ánimo beligerante de la prensa gaucha, que no distingue épocas, gobiernos ni contextos y que solo quiere derribar, destruir, descomponer adversarios”. Sanmierto es un libro brillante, probablemente el más brillante que se haya publicado este año en la Argentina. La edición de Leteo es magnífica y las ilustraciones le confieren una gracia adicional. “El talento no falta entre nosotros”, le hace decir el autor a Alberdi y sigue: “Lo que nos falta es juicio”. ¿Será eso?
Nota publicada en Perfil.com el día 6 de octubre de 2019: https://www.perfil.com/noticias/columnistas/el-virus-sanjuanino.phtml

Sarmiento corregido, ampliado y nunca definitivo (Ñ / Clarín)


Las novelas El inmortal de Gustavo J. Nahmías y Sanmierto de Emilio Jurado Naón revisan y discuten la herencia del padre del aula.

por Diego Sasturain

En un artículo del año 78, “Así es Sarmiento”, José Bianco revisa un texto de Paul Groussac, “Sarmiento en Montevideo”, del año 1883, en el cual el escritor francés cuenta la impresión y algunas aventuras compartidas al conocerlo, de casualidad, en esa ciudad. Desde el comienzo del artículo, Groussac –otro autodidacta orgulloso y arbitrario asumido– claramente está predispuesto a detestar a Sarmiento, al que llama “ilustre masticador”, entre otras cosas. Le molesta como come y el ruido que hace en su habitación al vestirse (ocupaban cuartos contiguos). Pero Groussac poco a poco va siendo cautivado por Sarmiento: observa cómo se maravilla por unos malvones que le faltan en su colección, su histrionismo en las visitas a una escuela y al manicomio local, al que se niega a entrar: “Dicen que tengo alguna propensión a la cosa, y no sea que me parezca bueno quedarme allí”, les dice a las monjas. Además cuenta chistes verdes.

El tema es la personalidad de Sarmiento, la capacidad de reírse de sí mismo: “¿Cómo queréis que muerda la sátira o la mofa en esta personalidad excepcional, que se le anticipa y, curándose en salud, embota de antemano el posible y previsto epigrama?”, se pregunta Groussac.

En Sanmierto, desde el título Emilio Jurado Naón se propone una escritura complementaria en clave excesiva y desbordada, antihagiográfica, que lleva al paroxismo al yo sarmientino: parte de los textos de Sarmiento y los amplía. Jurado Naón juega con el borde externo del estilo de Sarmiento y poco a poco lo va llevando al extremo.

Escribe Sarmiento en Recuerdos de provincia: “Fue solemne y tierna nuestra despedida. Seis u ocho niñas de diez y séis años, cándidas y suaves como los lirios blancos, agraciadas como los gatillos que triscan en torno de su madre...”. Reescribe y expande Jurado Naón: “Fue solemne y tierna nuestra despedida; solemne como el mármol de la tumba de Facundo, que resiste todavía los embates de la historia y del viento indolente en la Recoleta [...] Seis u ocho niñas de dieciséis años, cándidas y suaves como los lirios blancos; atemorizadas y curiosas como polluelos recién devenidos gallina (recién, tan recientemente que apenas logran olvidar los abandonados avatares de la cría: guijarros del camino les hacen trastabillar, pisadas cercanas las espantan, el círculo solar escandaliza sus ojos)”. Más tarde, las niñas son seiscientas ochenta y luego una, que es violada por Sarmiento. Jurado Naón no deja una sola frase anodina, lo suyo es más bien la prolongación de una lengua excesiva, su desborde.

Este procedimiento es aplicado a cinco episodios menores: la citada despedida de Sarmiento de las estudiantes sanjuaninas; sus tribulaciones después de dar a imprenta un furibundo artículo en Chile; la narración del encuentro con Villegas en Martín García; el encuentro con el comandante Sandes y, finalmente, el avance del Ejército Grande hacia Buenos Aires.

Sanmierto puede leerse como una operación consistente en resituar a Sarmiento en el centro de la tradición literaria nacional de la fabulación. En su prólogo a Facundo, Borges dice: “Es lícito conjeturar que el hecho de haber recorrido poco el país, pese a sus denodadas aventuras de militar y de maestro, favoreciera la adivinación genial del historiador. A través del fervor de sus vigilias, a través de Fenimore Cooper y el utópico Volney, a través de la hoy olvidada Cautiva, a través de su inventiva memoria, a través del profundo amor y del odio justificado, ¿qué vio Sarmiento?”.

En el Facundo se puede leer también una frase genial y clave a la vez: “Rosas no plagia a Europa”. El propio Borges continúa la tradición, no solo en sus falsas atribuciones o en “Pierre Menard, autor del Quijote”, sino en un texto clave como “El escritor argentino y la tradición”, que, en el núcleo de su argumento en contra del color local, como prueba, afirma que en el Corán no hay camellos, cosa que es falsa. Es verdad, en cambio, que Sarmiento llama a los gauchos “beduinos” en el Facundo.

En última instancia, Borges, en dicho texto, es sarmientino: tenemos todas las tradiciones que queramos darnos, no tenemos por qué ceñirnos a la herencia española. Son textos que resuenan unos con otros, alrededor de la lengua, la literatura, la mentira, el plagio y la identidad nacional: la idea de que la nación se funda y explica con un texto.

Sanmierto incluye un “posfacio”, una Quinta Carta Quillotana de Juan Bautista Alberdi, que junto con la contratapa ofrecen una clave de la lectura “correcta”, en un gesto típicamente de intervención.

Así también operan la ilustración de la tapa –que muestra un Sarmiento niña– y las fotos que abren cada capítulo: del comandante Sandes y sus más de cincuenta heridas, de una estatua de Sarmiento cubierta de excrementos, etc. Retomando la iconografía, es famosa la foto del cadáver de Sarmiento acomodado en su silla de trabajo en Asunción del Paraguay.

Ese es el punto de partida de El inmortal (Edhasa). En realidad, comienza un poco antes, en la noche de agonía, aunque, como el título indica, su voz trasciende el episodio de la muerte. En esta novela breve, Gustavo J. Nahmías también recurre a la primera persona, que en este caso repasa y hace un balance de distintas decisiones y momentos de la vida del prócer.

El lecho de muerte –la mínima ficción– es la puesta en escena que justifica un repaso y glosa de los principales temas y preocupaciones de Sarmiento, pero dentro de una defensa de su voluntad positiva: “No me arrepiento de nada. La historia me avala y la providencia me protege [...] Nadie puede negar que empeñé mi vida por esta patria, que luché sin respiro por esta nación. Algunos me llaman ‘El Loco’. Otros, ‘Don Yo’. ¿A mí... que logré lo que muchos quisieron ser en sus vidas? ¿A mí, que lo único que me faltó fue ser obispo y porteño?”.

Sarmiento piensa en las mujeres de su vida, en sus debates por la educación laica, recuerda a Dominguito, ajusta cuentas con Mitre, con Alberdi, con Roca y con Hernández y el Martín Fierro, que transcurre durante su gobierno y ocupará el lugar de texto fundacional de la literatura nacional. Es un Sarmiento que se piensa desde la historia y no desde la literatura.

Como resultado, la novela de Nahmías le quita lo más provocador de su escritura: la capacidad de fabular y persuadir. Es un Sarmiento veraz, confesional, contradictorio, pero, y a pesar de esas incongruencias, en última instancia un patriota positivo, humano. Quizá su claridad lo vuelve un libro más interesante para el debate historiográfico que para la ficción.

Como sea, Domingo Faustino Sarmiento continúa siendo el autor clave en el cruce entre escritura y política. Como señala la ensayista Beatriz Sarlo, se trata de un “paradójico destino para el intelectual, cuya fuente de poder son únicamente la escritura y el discurso, pero que debe acceder por ellos al lugar donde es posible el ejercicio de la fuerza”.

El inmortal, Gustavo J. Nahmías. Edhasa, 128 págs.

Sanmierto, Emilio Jurado Naón. Leteo, 136 págs

Reseña: La canción de los vivos y los muertos, de Jesmyn Ward

El gótico sureño revisitado desde Netflix
Linchamientos, trabajo esclavo, adicción, violencia doméstica y odio resumen para Ward el siglo XX de los EE.UU.

por Emilio Jurado Naón

Parchman Farm, la Penitenciaría de Misisipi, es el perímetro elegido por la novelista estadounidense Jesmyn Ward para unir, en clave de gótico sureño, el pasado y el presente de la violencia racial contra afroamericanos. Linchamientos, trabajo esclavo, adicción, violencia doméstica y crímenes de odio encubiertos por la policía se entrelazan, en La canción de los vivos y los muertos (Sing, Unburied, Sing), con la historia de una familia que ha vivido en carne propia gran parte del siglo XX estadounidense, y lo que va del XXI.

A pesar de la compleja trama de personajes, intenciones y tiempos narrativos que elabora la novela (y cuyos nudos la contratapa del libro aprieta aún más), la historia se puede resumir como la errancia de un alma en pena en busca de la verdad acerca de su muerte. Allá lejos y hace tiempo, cuando el abuelo del joven Jojo cumplía condena en Parchman, actuó como protector de un joven presidiario, Richie, blando ante los trabajos forzados y la malicia de los guardias. La penitencia postmortem de Richie encuentra su razón de ser cuando entra en contacto con Jojo, quien detenta en secreto el don oír la canción de los muertos. “Hay palabras que no entiendo, como si le hubiera dado vuelta al lenguaje. Un animal despellejado, con la piel al revés”, piensa Jojo en uno de los momentos más álgidos de este relato faulkneriano.

La precisión de imágenes sensoriales, el monólogo interior y los cambios de perspectiva dan cuenta de un trabajo concienzudo del género novelístico, en la corriente del modernismo. Sin embargo, la corrección política que lleva a La canción de los vivos y los muertos a acumular subtemas de incumbencia social (al racismo se le suman la violencia familiar, la maternidad adolescente, el consumo y el tráfico de drogas), y la multiplicación de géneros literarios a mansalva (el terror trabajado con pluma cinematográfica, pero también el road-trip y la novela de aprendizaje) invitan a leerla más como un buen punto de partida para una película futura que como una novela moderna. (Tal vez sea eso la novela moderna de la actualidad: un escalón a Netflix).

Es innegable la calidad narrativa del libro que le valió a Ward el National Book Award (¡por segunda vez!), pero, a riesgo de sonar estulto, la calidad no lo es todo. Se puede disfrutar el oficio de una novelista, incluso las variaciones en el estilo a la hora de reactualizar temas y conflictos que hace ochenta años fueron innovadores, pero lo cierto es que la técnica de esta novela parece seguir los pasos pautados de la escuela de guion hollywoodense: jugosa presentación de los personajes y sus vínculos, contexto político reconocible y aceptado como “importante” por el pensamiento socialdemócrata, y un final revelador (en este caso, cómo y por qué murió Richie), a la vez enternecedor y tremendo.

Una novela sin riesgos estéticos y con un final predecible es eso: una novela buena.

La canción de los muertos y los vivos, Jesmyn Ward. Trad. F. González L. Sexto Piso, 260 págs.

Publicada en Revista Ñ / Clarín, el 04/07/2019

Sanmierto o el regreso del escritor (Evaristo Cultural)


En su último libro, Emilio Jurado Naón retoma la figura del prócer y juega con el lenguaje reorganizándolo para proponer nuevas formas literarias experimentales.

Sanmierto, Sarmiento, Sarrrrniento…

Terminado el Sanmierto de Emilio Jurado Naon es inevitable caer en esta y otras confusiones
ortográficas indignantes para la Real Academia. Así como el orden del lenguaje que debe
emplearse para escribir una novela, relato o un poema se ve vituperado. Pero nada de eso es
Sanmierto, en realidad, sino más bien los relatos de vida del prócer mitrista y patriótico por
excelencia. Para ello hay un uso de la prosa que, si Sarmiento viviera, estaría orgulloso de
haber hecho escuela. ¿Cómo volver a hablar de Sarmiento – tal vez junto con el Martín Fierro-
el y los poemas esfingos fundamentales de nuestra patria fundadora más remitidos por la
literatura de todas las direcciones y sentidos políticos? Parodiándolo, por supuesto. El
parodiador parodiado. La farsa se repite.

“Estaba frenético, demente, y concebí (uñas chirriantes contra la mesa de caoba, arruinada su
limpidez pura por las rayas paraleloides de un pentagrama colérico) la idea sublime de
desacierto de castigar a Chile entero ¡Chile todo!, de declararlo ingrato, vil frenético infame.
Me imaginé de crudas botas de montar y montándome a Chile entero, todo Chile: yo arriba
estrujando los lados de un potro indómito que, cimbronazo a cimbronazo, cedía. Y se volvía
pasivo ante mis descargas sádica ¡plaum! ¡pla! Con el látigo de tres puntas laceraba el lomo de
la bestia, los ojos eyectados en sangre, resoplando mucosa burbujeante por los lagrimales y
eyaculando baba entre labios de complot.”

Retomar una de las mejores plumas de la nación agropecuaria y sus propias autoreferencias
vivenciales, pilares estructurales de la literatura argentina, y reescribirlas es la consigna. El
lenguaje del maestro del aula evolucionó y ahora en Sanmierto se expresa en un presente
literario de un país que, estoy seguro, nunca soñó; donde priman desde obras de
problemáticas burguesas del norte citadino en lenguaje grabado y escrito por escribas
electrónicos, hasta las más interesantes (y las que nos gustan) reinterpretaciones de nuestras
obras clásicas literarias con nuevas perspectivas como La China Iron, pasando por reescrituras
de una historia Argentina que nunca existió en esta dimensión – pero sí en otros multiversos,
¿quién sabe?- como un episodio en la vida del pintor viajero o, entre otros, la antología de la
literatura Argentina de Jimena Schere, jugando con un lenguaje castellanizado rioplatense que
ha cambiado en sus fonemas como debe cambiar en su sintaxis.

“Blanca como los almidonados alumnos de la Escuela de la Patria.
-¿Qué patria? ¿La mía o la suya? A no confundir. Usted abusa de las comparaciones, recurso
filoso si los hay.
-Pero, Domingo Faustino… está perdiendo el hilo de la parábola.”

Sanmierto es un personaje de escritura pegajosa más propia del siglo de oro español que de
las literaturas revolucionarias de Latinoamérica, pero en el humor radica su impronta. La ironía
oculta (o no tanto) dentro de una terminología de otro siglo (renovando su frescura alternando
onomatopeyas e interjecciones) y oraciones enumerativas, podrían llevar al lector al olvido de
la temática que trata, pero un giro donde se entiende que tales palabras no eran más que un
insulto a una patria (¿cuántas hay?), el cercenamiento de una niña, el seco y grietoso desierto
sanjuanino o los compañeros de armas e ideas y sus peculiares fisonomías, eleva la oración y
descansa la vista. En los giros permanentes pasamos de interpretar los detalles microscópicos
de la biota verde pampeana a cómo avanza un ejército de manera zigzagueante para organizar
una república o un simple motín que acabe con la nación antes de nacer. Una dinámica
adictiva que no se detiene hasta el punto final, donde, mención aparte, aparece un posfacio crítico y destructivo del verdadero enemigo (examigo) intelectual del padre del aula: Juan Bautista Alberdi.

La propia escritura citada del prócer permite jugar con las formas y enredarse con palabras
abriendo múltiples relecturas y liberando también mundos imaginarios, fantasiosos,
metafóricos, que pueden estar ocurriendo como también pueden ser parte de la mente del
narrador que piensa como interactúa; en voz alta (¿o escrita?). Sin faltar también, eso que
tanto nos gusta a los criollos: sangre y escatología.

“Yo quedé con la mente enturbiada; pero, qué hacerle: me abrí el cráneo con un cortaplumas
– obsequio de despedida que Montt había sabido ofrecerme en mi vuelta a Chile – y descuajé
cerebro y cerebelo para, acto seguido, sumergirlo en una pecera de desbordante vinagre (…)
Momentos después llegó el Dr. Tamini y ordenó que me volvieran a colocar las partes en el
vacuo cráneo. Los vasallos del gobierno central se agitaron en derredor y acataron órdenes: la
tapa fue cerrada pero quedó medio abierta: ¡clanc clanc!”

La portada del libro muestra a un Sarmiento transvestido de dama antigua con un abanico, sin
perder su clásica mirada ilustre hacia un horizonte imaginario infinito. Pero atentos, ¡Oh
nobles y magnánimos puristas del respeto a los mayores, la moral (correcta) y las formas ya
enseñadas y repetidas hasta el hartazgo! No se trata de un insulto enmascarado en lenguaje
inclusivo new age. Es por el contrario un collage que, se cree, él mismo envió en vida (¿con
tono irónico?) a “los murgueros de Carapachay”. Y así como esa, otras fotos tomadas del
propio museo sarmientino, adornan la narrativa de Jurado Naon, dejando la marca de la nueva
colección Vita nuova de la editorial Leteo, cuyo formato permite llevar adelante la lectura con
la dinámica que merece, así como un azul claro intenso de sus tapas atrae la mirada del lector
compulsivo que en una librería cualquiera no puede evitar tomarlo en sus manos y (h)ojear de
qué se trata.

“Do-Do…Do-Don Domingo- me dijo, repitiéndose, el santo insoportable (tan angelical que
sospeché alas de ángel arrugándosele dentro de la joroba)-. Me han mostrado los impresores,
nerviosos como telégrafos, el artículo dado para mañana…
-Lo siento, soy un hueso
– ¿Ha calculado usted las consecuencias? ¿Calculado, realmente, lo que viene? ¿Lo que se
avecina? ¿El desastre? Las nubes se tiñen de azafrán y el Pacífico crece en turbación. Ayer, sin
más, un pescador exhibió, ante atónita turba, un pulpo de madera que ladraba.
-No creo en presagios
-No es presagio, es evidencia.
-Nada es evidente cuando un país entero le da a uno la espalda.”

La rescritura de Sanmierto permite jugar con su arma favorita: la palabra escrita; la prolijidad
prosaica de un maestro que enseña a escribir usando todos los signos de puntuación y orden
sintáctico que corresponde aun cuando opina del aspecto físico de sus visitantes conectando
sus pensamientos en una catarata de conceptos asociados, es una tentación a la manipulación
de los signos y los momentos de corte sin autorización:

“Hizo hincapié, Tamini, en este aspecto: la ausencia de vello en Sandes. Aun en un álgido
momento como aquel, la visión repentina del vientre cándido de su paciente lo llenó de una
calma que. Se tomó, Tamini, un tiempo para explicarse: la panza sin pelos de Sandes se le apareció como una curiosidad aparentemente menor, que con el paso del tiempo se revelaría
de una importancia excesiva, abrumadora. Se imaginó a sí mismo en el futuro, con el cuerpo
anciano y rupestre. Se vio con las ancas acurrucadas en almohadones rechonchos y una copa
de borgoña en la palma de la mano extendida hacia lo alto…”

Civilización y barbarie. Su fisura es el núcleo de nuestra patria ganadera. Acabar con eso es tan
inviable como cambiar de bandera y moneda (discusiones que dos siglos después seguimos
manteniendo con el mástil en alto como el primer día). Pero el ejercicio de sostener
contrafácticos o interpretaciones de la historia en cinco palabras, es nuestra mayor fuente de
inspiración. Hasta tanto eso no cambie, abusemos de nuestros próceres: ¡Honor y gratitud!

Adrián Minzi
Publicada en Evaristo Cultural el 10/09/2019

Gloria y loor (Radar / Página12)



Director de la revista de poesía Rapallo, Emilio Jurado Naón presenta una nouvelle notable sobre la figura de Sarmiento. Sanmierto sigue los pasos desmesurados del padre del aula en una versión paródica y experimental en el lenguaje.



por Augusto Munaro

El segundo libro de Emilio Jurado Naón, busca lo que pocos se imaginaron alguna vez: una suerte de cuasi-autobiografía de Sarmiento, escrita más bien, siguiendo el flujo de su conciencia, sin filtros, claro, la conciencia aglutinada del sanjuanino al borde de la locura. Lascivo, políticamente incorrecto, inmoral hasta el retruécano. Como es de esperar, una propuesta semejante evade casi todos los argumentos posibles (de hecho, Sanmierto es una colección de capítulos que operan más como viñetas aisladas, que como una obra episódica). Esta “nouvelle”, intensamente escrita, narrada en primerísima persona, podría sumarse a una serie de libros publicados en la última década, donde se busca reestructurar los modos de lectura de nuestro pasado literario. El resultado es todo un hallazgo, ya que pone de manifiesto una escritura atípica, provocadora y audazmente superadora de los dictámenes del gusto epocal , en la medida en que se genera un franco ejercicio de la libertad y exploración lúcida de las potencialidades del idioma de los argentinos. Uno que continúa haciéndose a diario, desde aquel lejano y distante 1810. Por otra parte, la cuota experimental aquí es relevante, y en absoluto accidental: cada palabra posee su peso específico de figuración, su razón de estar en la página.

Al (¿simular?) parcialmente el estilo histriónico de Facundo y Recuerdos de provincia, Jurado Naón alcanza a expandir el arsenal lingüístico de Sarmiento, dislocando a nuestro prócer decimonónico, en una serie de situaciones notablemente intrigantes. El lector lo encontrará ya exiliado, en un calabozo envuelto en una orgía de niñas púberes; en Santiago de Chile manteniendo conversaciones tan irrisorias como delirantescon un imprentero y en una sala de operaciones, entre algunas otras bizarras circunstancias. La galería de personajes es, asimismo, inolvidable: Don Antonio Jacobo, el Dr. Villegas (quien muere fusilado “por haber sacado del banco dos millones de pesos con una orden que firmara Rosas”); el Dr. Tamini quien ingresa de cuerpo entero en el ombligo del Comandante Sandes, con el fin de extraer una camiseta de la herida. Antológica resulta la secuencia, cuando en un rapto de ¿delirio?, Sarmiento se abre su propio cráneo con un cortaplumas para descuajar cerebro y cerebelo, y así “sumergirlos en una pecera de desbordante vinagre”.


El desplazamiento físico-temporal entre cada capítulo y episodio es evidente, haciendo que el ritmo se revele en el estilo enfático, por momentos caricaturesco, panfletario, que se cristaliza en cada peripecia. De este modo, recurre a un arsenal de metáforas vetustas que vueltas en uso, curioso, otorga otro ritmo de significantes. Aquí un ejemplo: “Me miro las uñas crecidas de más y no puedo contener una lágrima que recorre los valles de mi gesto oblongo”, o bien: “el libro aplaude su exhausto oleaje sobre la orilla”; “tamborileó el brazo” . Allí su originalidad, un chocante y pulposo (por no decir aparatoso) fraseo barroco que audazmente propone la dificultad del lenguaje literario como valor estético. Pues hay una verdadera puesta en marcha por hacer de su escritura, un espacio donde desplegar parte de la riqueza de nuestro idioma, de donde resulta una textualidad que obliga al lector a recurrir con frecuencia al auxilio del diccionario (“maloquero”, “grupejo”, etc.).

Sanmierto no es sólo una sátira ampulosa. Es mucho más, claro. Ante todo (y sobre todo), una inercia imaginativa excesiva, acumulativa con la que avanza página tras página. De un opulento barroco, dijimos, deformante, que se hace sólo al andar. Contraria a la obviedad de las novelas históricas convencionales, su prosa autorreflexiva es constante; elástica, enfrenta duelos semánticos, para percibir la literatura, por momentos, como un objeto sin objetivo. Una interpretación de la realidad o una hipótesis imaginativa sobre el lenguaje.

Jurado Naón tiene un oído muy atento a las exigencias de la legua. El ritmo, el fraseo de su prosa verbosa, nos recuerda que no se trata de una coincidencia el hecho que sea uno de los editores de la revista de poesía Rapallo, publicación en papel, que se especializa en la difusión de poemas y ensayos contemporáneos, ofreciendo un lugar relevante a la traducción, la crítica y la entrevista.

Por eso, resulta casi natural que la lengua sea, insistimos, la verdadera protagonista de este notable libro. La lengua sarmientina, claro, que se expande, recorriendo todo un arco de combinaciones especulares posibles: desde lo sublime a lo sórdido. César Aira alguna vez afirmó que no importan tanto los libros, sino los procedimientos con que éstos están escritos. Este libro lo ratifica. Podría haberse extendido infinitamente sin perder vigor ni frescura anecdótica. La rigurosa edición incluye una serie de fotografías e ilustraciones de época que ayudan a visibilizar mejor ciertos rasgos estéticos del programa que intenta sobrellevar Jurado Naón. El epílogo del libro (“Quinta carta quillotana”, escrita por Juan Bautista Alberdi), podría haberse reducido, acaso, por ser demasiado explicativa. Un ejercicio de iconoclasia para lectores que gustan internarse en las “catacumbas ponzoñosas de la voz sarmientina”.


RADAR, Página/12 - 11 de agosto de 2019

Reseña: M, de Eric Schierloh

La biografía esquiva de un hombre entrecomillado

M es el libro de un fascinado con la lectura, no tanto de Herman Melville como de las biografías que se escribieron sobre el autor de Moby Dick. Detrás de los materiales de archivo que Eric Schierloh organiza en torno a una vida (cartas propias y de amistades, poemas y relatos subrayados con melancolía, fotos, notas marginales, columnas de opinión y críticas devastadoras a sus últimas publicaciones), se va configurando la presencia nebulosa de un biógrafo-editor que da la impresión de haber leído todo sobre Melville; incluso lo que no se conserva, incluso lo que jamás ha sido escrito. Sin embargo, la duda que puede aparecer acerca de cómo fueron los últimos años en la vida de Melville (en Nueva York, pero retirado de la escena literaria al extremo de que sus contemporáneos lo consideraban muerto hacía rato) jamás es saldada en las páginas de este artefacto que es M; al contrario: la postulación de un misterio es el germen del texto, y su dilatación, una apuesta por conservar la lectura hasta el final.


La anécdota que da mecha al libro de Eric Schierloh tiene una matriz borgeana: un pasaje marginal de un libro y un autor que –al menos para el lector medio argentino– podrían ser frutos de la ficción. En The Melville Log, el historiador de arte Jay Leyda acusa a un tal Herman Melville de robarle la identidad al verdadero escritor (“M”), aprovechándose de su misantropía, y con la finalidad de usufructuar las ganancias de su obra. Este corrimiento intrincado respecto de la identidad entre persona y autor (entre el nombre que consigna los libros, y el sujeto histórico y palpable que continúa su vida en voz baja) lleva a Schierloh a reconstruir, mediante montaje, el período que va desde la asunción de “una vida de retiro y silencio”, en 1863, hasta la muerte de M, en 1891.

Sin embargo, el nudo inquietante en torno a este “hombre entrecomillado” se disuelve en la acumulación monótona de elementos dispares, cuyo sentido (su efecto de lectura) es confuso. Hay fragmentos de cartas que van construyendo con destreza el personaje de M; cartas de familiares, amigos y conocidos, o apenas de admiradores de Melville que refieren el encuentro con el maestro como una aparición urbana. Pero la extraña decisión de borrar los datos de remitente y destinatario empobrece el texto, aplana una heterogeneidad que, dada la multiplicidad de voces, puntos de vista y fuentes de archivo que se dan cita en la biografía, parecería ser la intención inicial de Schierloh. Sucede algo similar con las acciones que se consignan; entradas como “M pasa dos semanas de vacaciones en Nueva York y Pittsfield”, “El sombrío M comienza a trabajar en un nuevo libro de poesía”, “M compra dos libros más”, “Termina otro año” o “M visita a su viejo amigo y editor Ever Duyckinck” (esta última, repetida hasta tentar el límite entre el ridículo y la tomada de pelo), ejemplifican el tono general de M; una suerte de resumen pretendidamente anodino de otro libro al que no podemos acceder (este otro libro, como se revela en el anexo final, es el del ya mencionado Jay Leyda).

En “La gran salina”, Ricardo Zelarayán escribió que, por déficit de elocuencia, “la palabra misterio hay que aplastarla/ como se aplasta una pulga,/ entre los dos pulgares”. Aunque Eric Schierloh parte de una premisa intrigante y pone a andar un artefacto original, el resultado es un texto que, confiado por demás en un aura misteriosa, se pierde en referencias cruzadas y chistes internos que expulsan al lector. La tautología que impone aquella incógnita en la vida de M parece imposible de subsanar apenas sumariando lecturas. Tal vez el exceso de paratextos sea índice de que M, como intento de reproducir una fascinación lectora, no termina de encontrar su centro y se pierde en rodeos.

Por qué escribir sobre Melville hoy; cómo lee un escritor la vida de Melville desde Argentina, o cuál sería la pertinencia de poner a circular de nuevo a Melville (no ya lo que escribió, sino lo que se escribió sobre su vida) son, por otro lado, algunas preguntas que el libro de Schierloh está lejos de hacerse, pero que se vuelven pertinentes si consideramos el gesto principal de esta biografía esquiva: reactualizar un clásico desde la traducción y la experimentación formal.

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Publicado originalmente en revista Ñ (07/06/2019), con el título "Biografía de un hombre entrecomillado".
https://www.clarin.com/revista-enie/literatura/herman-melville-vida-hombre-entrecomillado_0_8YnTlGUPv.html

Reseña: Las Malas, de Camila Sosa Villada

¿Se escribe para contar un mundo o para escapar del mundo? En Las malas, Camila Sosa Villada tensa esta pregunta al tirar del género testimonial y la imaginación trans, dos extremos de la cuerda sobre la que hace equilibro una vida. Sosa Villada es actriz y escritora; “fue prostituta, mucama por horas y vendedora ambulante. A veces canta en bares”, registra la solapa de su tercer libro publicado, y así da pie al tono y la ética de esta autobiografía de juventud: la alegre dignidad de quien asume la prostitución como uno entre tantos trabajos del proletario.

Las malas conserva la organización en entradas breves propia de la escritura de Blog que dio origen a este texto y relata de manera fragmentaria la época en que la diarista de dieciocho años viajó de Mina Clavero a la ciudad de Córdoba, donde comenzaría, de día, sus estudios universitarios como varón, y de noche, como Camila, encontraría un espacio de pertenencia entre las travestis del Parque
Centenario. La experiencia de Sosa Villada recupera los últimos años de esa zona roja que la modernización del alumbrado público y la persecución policial terminaron por suprimir poco tiempo después; un arco temporal que coincide con el apogeo y decadencia de la comunidad trans (sus trabajos y sus noches bajo la vigilancia monumental de un Dante de piedra), la adopción de un bebé abandonado entre los árboles y el desarrollo de su crianza colectiva por parte de este grupo intenso cuyas integrantes sucesivamente se acompañan y hieren, compiten o se brindan afecto, viven un equilibrio inestable de sufrimiento y brillo: “El dolor de una travesti, las pocas veces que asoma de verdad el dolor de una travesti, es como un hechizo: somete al espectador a un estado de lisergia triste, de pena fosforescente”.


Sin abandonar el carácter testimonial, Sosa Villada mezcla asuntos y géneros literarios en las entradas de su diario. La infancia bajo el terror de un padre violento y las situaciones límite como prostituta en la capital se abordan desde un realismo seco, a veces cercano a la crónica y otras veces plantado en la denuncia que enarbola una épica trans: “No pueden mirar otra cosa. Eso logramos las travestis: atraer todas las miradas del mundo. Nadie puede sustraerse al hechizo de un hombre vestido de mujer, esos maricones que van demasiado lejos, esos degenerados que acaparan las miradas”. Si bien justificados y constituyentes del núcleo político de Las malas, estos pasajes se vuelven repetitivos con el correr de las páginas. La enumeración catártica de su fraseo (proveniente tal vez de la plataforma Blog) se vuelve monótona, diluye la fuerza con la que empieza el libro y le roba protagonismo al otro género, mucho más proteico, con el que convive: la ficción trans en aquel estilo personal “de pena fosforescente”.

La fantasía se vuelve clave para narrar a los mejores personajes de la comunidad, como los Hombres sin Cabeza, veteranos de guerras africanas codiciados por las travestis de Córdoba, o La Tía Encarna, de ciento setenta y ocho años, y moretones en la piel consecuencia del “aceite de avión con el que había moldeado su cuerpo, ese cuerpo de mamma italiana que le daba de comer, pagaba la luz, el gas, el agua para regar aquel patio hermosamente dominado por la vegetación, aquel patio que era la continuación del Parque, tal como el cuerpo de ella era la continuación de la guerra”. En otras y otros cuerpos, el devenir de hombre a mujer encuentra una superación (un exceso) y traspone el límite entre las especies: una triste y paulatina mutación de María la Muda en pájaro comparte pasillos con las noches de vigilia para cuidar a Natalí, que, convertida en lobizona con cada luna llena, “era como la menstruación de nuestra manada”.

Aunque más cerca de Gabriel García Márquez que de Copi o Pedro Lemebel, la narrativa de Sosa Villada enuncia con voz singular la experiencia de una vida, y las penas y glorias de la identidad trans contemporánea, sin abandonar ni la perspectiva colectiva ni la conciencia de clase. Porque es clara y asumida la identidad proletaria desde donde escribe Camila, y se pone de manifiesto, muchas veces, por contraste, como en la visita de un grupo de travestis de ocasión, pertenecientes a familias acomodadas de Córdoba, quienes “vestidas con las blusas elegante de su madre, tocadas por el halo de la perfumería más exquisita, venían a recordarnos la miseria de nuestras raíces: el plástico de nuestros manteles, la debilidad amarilla de nuestros muebles de pino, lo grasosas que eran esas colchas que habían cubierto a todos nuestros antepasados antes de cubrir nuestros cuerpos”.

Aunque, por problemas de selección y edición, la rueda del relato quede girando en el aire en algunos pasajes, el carácter testimonial y la voluntad de manifiesto de Las malas garantizan su buen funcionamiento como libro, y Sosa Villada logra poner en primer plano el problema de forjarse una identidad mediante la constitución de una voz, que habla de sí cuando narra una comunidad y recuerda un colectivo de personas cuando cuenta la propia historia.

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Publicada como "El testimonio trans y su catarsis" en Revista Ñ (04/5/2019)

Reseña: Pequeño Arandela, de Sebastián Bianchi


Un cirujeo de textos e imágenes


Pervirtiendo a Alberdi, se podría decir que el mal que aqueja a la literatura argentina es la solemnidad. Pero el proyecto poético que Sebastián Bianchi viene elaborando desde hace algunas décadas constituye una trituradora de la altisonancia argentina, una podadora del pasto solemne. Sus textos, de apariencia simple pero extraño funcionamiento, son una máquina de reírse; y las carcajadas de un autómata siempre generan una sensación de inquietud, aunque la acompañemos, nosotros también, en la risa.

Pequeño Arandela, reedición abreviada del Manual Arandela de 2009, se presenta como un buen paneo para quien no haya leído antes a Bianchi. El compendio incluye un manual de gramática para aprender castellano (o cursos de vocablo Padua y Moreno-Villa Gesell, a precios más económicos); una “Introducción a la poesía”, con ejemplos nacionales e internacionales, modernos y clásicos; un estudio sobre la mecánica seguida de la presentación de algunas máquinas poéticas del medioevo; noticias, publicidades y solicitadas; gráficos, afiches y cuadros conceptuales sacados de contexto, y también una colección de diccionarios argentinos, en cuyos “sentidos tangenciales y de palabras con mala prensa encontramos definiciones que no se fijan a nada pero que pasan por varios [objetos] diferentes y distintos, dejando lo que sería un hilo de baba a modo de puente entre los signos”.

Para quienes ya hayan leído o visto las piezas de Bianchi, en cambio, la selección de Pequeño Arandela privilegia la lectura de su proyecto desde una perspectiva histórico-social. Porque, si bien los poemas de Bianchi se pasean por los barrios del arte conceptual, la escritura no creativa e incluso el casco histórico del dadaísmo, poco tienen que ver con la usual atemporalidad de aquellos célebres modelos. Al contrario, las preguntas acerca de qué sería escribir en un castellano argentino o cómo sería un arte latinoamericano preceden a cada movimiento de sus textos e imágenes: “No nos parece nada bien –a mí y a este que escribe y a todos los que escriben por mí– que se hable sin más de 'poesía de los argentinos' o de 'ese argentino tiene poesía', como si hubiese una poesía que, tras de volverse plastilina sintáctica, se acomodara en el molde del genitivo, acompañando al gentilicio mágico”, reflexiona en un ensayo estético, páginas antes de incluir a Holmberg, Bioy Casares y Cortázar en una breve enciclopedia literaria de la mecánica, a la par de Descartes, Shelley y Hawthorne. Tanto por su forma como por la red de referencias que despliega, la escritura de Bianchi sabe dónde está parada; se ocupa del lugar y tiempo de su poesía, aunque sólo sea para parodiar los mismos interrogantes.

Híbrido entre acumulador y erudito (víctima del “Síndrome de Diógenes”, en una referencia literal al sabio presocrático), Sebastián Bianchi cirujea en los baldíos de la cultura, en donde lo pretendidamente alto no se diferencia de lo pretendidamente popular, y rescata cascotes de la comunicación verbal y gráfica para modificarlos, reinventarlos o apenas encontrarles un lugar distinto. Hace poco Francisco Garamona afirmaba que César Aira era el último surrealista. En la misma línea, no sería arriesgado pensar en Sebastián Bianchi como el único dadaísta que queda en estas pampas, ya que, mientras la novela aireana se nutre del relato de las vanguardias, las piezas textuales de Bianchi aparecen como su correlato puro y duro: un bazar de objetos verbales y visuales, puestos en repisas, lustrados con desinterés.


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Salió publicada en Ñ (10/04/2019) con el título "Para triturar la solemnidad argentina"

Reseña: La luz negra, de María Gainza

Mala y buena ficción en el arte de falsificar

“La distinción más importante cuando se habla de la calidad genuina de una pintura no es tanto entre una pintura original y una copia, sino entre una buena y una mala copia”, esto lo dice Clifford Irving, uno entre los muchos impostores, falsificadores, artistas, charlatanes e ilusionistas que se dan cita en F de falso, el brillante juego de espejos que filmó Orson Welles. Porque lo menciona, pero sobre todo porque comparte con él una pasión por el ilusionismo en el arte (en el mundo del arte y en su mercado), La luz negra de María Gainza se ubica en la misma esfera de intereses e intenciones que la película de Welles, sólo que con un pie en Buenos Aires como sede del trapicheo artístico. Cabría, entonces, derivar la cita de Irving hacia el plano literario para afirmar que no importa tanto si una historia es “real” o ficción, sino el hecho de que sea una buena o mala ficción.

Luego de su celebrado libro El nervio óptico, una serie de perfiles de artistas a contrapunto de escenas autobiográficas, María Gainza incursiona en el género de la novela para contar la historia elusiva de una famosa falsificadora porteña, la Negra. Narrada desde el punto de vista de una crítica de arte, a quien su amiga tasadora introduce en los secretos del contrabando de falsificaciones, la novela sigue los pasos de la Negra con un aire detectivesco: recopila datos, rumores, fotos, recuerdos nebulosos de amigos y colegas, y tantea una reconstrucción mitológica de la bohemia de los sesenta.

“Los habitués del Instituto Di Tella paraban en el Moderno de Maipú al 900, casi Paraguay; los poetas rebeldes en La Paz de Corrientes y Montevideo; los estudiantes de Filosofía y Letras iban al Coto Grande de Paraguay al 500; los músicos paraban en La Perla del Once, llegaban a las cuatro de la mañana cuando cerraba la Cueva. No era todo tan tajante, por supuesto que había cruces de vereda, cambios de bando, polinizaciones. La vida bohemia era agitada, violenta, llena de extremos. Todo sobre ella era a gran escala: las peleas acaloradas, los triunfos brutales, las traiciones espantosas. Pero no puedo ser rigurosa con estas cosas, no voy a fingir. Yo no estuve ahí, solo hago una puesta en escena, un manotazo de ahogada para dar clima de época.”

La escritura estereotipada e imprecisa que se puede leer en la cita, y de cuya falta de rigor la propia narradora se hace cargo, constituye el estilo general de La luz negra. Personajes, espacios, acciones y motivaciones son trabajadas por arriba o referidas de manera sucinta como si se tratara más bien del resumen de una novela. Insegura acerca de su capacidad de construir un relato, o tal vez por desconfiar en la inteligencia del lector para seguir su pesquisa, la novela recurre varias veces a resúmenes que solucionen la narración: “una artista con un pasado, un coleccionista con un futuro, había que propiciar la unión, armaríamos una subasta en torno a Lydis”.

El hecho de que la narradora se haga cargo de lo insustancial de su relato y pida paciencia al lector (“Si estoy hablando como la heroína de una novela, ténganme paciencia, ya encontraré mi voz”) poco enmienda los baches de una novela que se desdibuja a las pocas páginas y asimila mal elementos del folletín, el policial, y ciertos amagues de una épica del artista que recuerdan lejanamente a los Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño. El libro de Gainza parecería confiar su éxito al problema de la falsificación como una obra de arte; pero, incluso en esa línea temática, La luz negra transita lugares comunes y conceptos del arte moderno que hoy tienen amplia aceptación y poco les queda de inauditos o fascinantes. Dicen los personajes: “Una pintura aumenta su valor si tiene una historia atrás”; “Que fuera falsificadora se lo veía como una virtud. ¿Sabe? ... A veces me pregunto si la falsificación no es la única obra del siglo XX”; “lo que confirma una vez más que el arte y el dinero son dos ficciones culturales que lindan con el acto de fe”. En este sentido, La luz negra poco tiene de innovador respecto a paradojas estéticas que Welles ya barajaba con destreza en 1973.

Parecería que la novela de María Gainza se hubiera encandilado con el brillo momentáneo de una idea genial, anterior o posterior a la experiencia de una novela en sí (una novela que nunca arranca, o bien que ya había terminado y la dimos por leída). Una vez más, es elocuente al respecto el registro de sinopsis que se reitera, aun traspuesta más de la mitad del libro: “Una imagen: una mujer bella, enigmática, talentosa, supuestamente la mejor falsificadora que existió en el país, que un día desaparece sin dejar rastro. Materialmente hablando, no demasiado más”.

El mejor pasaje de La luz negra es el “Catálogo de subasta de bienes de Mariette Lydis”; a partir de una serie de objetos, fotos y obras falsamente atribuidas a la pintora austríaca, Gainza inventa episodios, anécdotas e imágenes de la vida de Lydis: desde su nacimiento hasta su radicación definitiva en Buenos Aires. “Europa se arranca de ella como una vieja piel de reptil”, dice el Lote 17 de la colección imaginaria, “Lydis percibe de inmediato las posibilidades de su tierra adoptiva. En Buenos Aires se instala un tiempo en una suite del Hotel Plaza y luego se muda a lo que será su departamento de por vida en la calle Cerrito 1278, entre Juncal y Arenales. Durante un tiempo tiene el sueño entrecortado, el mar aún se mueve en su interior. Además hace un calor sofocante, y esa primera Navidad que pasa lejos de Europa el conde le envía dieciocho pisapapeles de Baccarat para que ella pueda refrescar sus manos sobre el vidrio”.

Ese formato breve, que no requiere un desarrollo narrativo sino que se nutre de la efectividad de la frase y de la imagen, alcanza una creatividad mucho más rica que el conjunto novelado de La luz negra. Tal vez sea en esos pasajes comprimidos donde la elaboración ficcional de Gainza sobre el mundo del arte encuentre mayor productividad, y no tanto en la narración extensiva de una novela convencional.

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Publicada en Cultura y libros de La Capital (31/03/2019)

Entrevista: Las hijas del fuego, de Albertina Carri


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Albertina Carri: Es una película extrema, entonces dispara reacciones diversas. Hay gente que se para y se va; sobre todo en una escena, especialmente, una escena bisagra. La escena de la iglesia es determinante. Para mí está muy bien que sea así, está muy bien que también la gente se pare y se vaya. Sé que es una película que no genera consenso ni te deja... Es una película que te gusta o no te gusta, no hay mucho en el medio. Y a los que no les gusta, se sienten incómodos.

¿Las hijas del fuego (LHF) pide un tipo de espectadora?
En realidad la película lo que pide –que es medio lo que piden todas mis películas, en ese punto no es novedoso, son espectadores y espectadoras atentas. Es una película que aboga por una libertad y una alegría y un goce que la película pretende que eso sea contagioso. Es esa la apuesta. Ahora, no todos los cuerpos están disponibles en este mundo para vivir con esa alegría, ese estado de goce y esa libertad. También es un poco eso: la película discute con un modo de vida al que estamos acostumbrados a vivir. En ese punto, como cualquier cosa que te sacuda, pasan estas cosas: o te da alegría y te sentís cómoda y querés quedarte ahí, o te sentís incómoda porque te ubica también en tu propia realidad, en tus propias maneras de hacer las cosas.


¿Te interesa pensar el cine desde la pedagogía?
Nunca lo pensé desde la pedagogía. Creo que LHF es bastante pedagógica, sin embargo. Sí, creo que es bastante pedagógica. Supongo que también porque toma cosas del porno, que es pedagógico. Entonces, en ese punto, no le temo a lo pedagógico. Igual es una pedagogía que, quien la vea, se va a reír, ¿no?


¿En qué sentido es pedagógico el porno tradicional?
El porno tradicional es pedagógico porque es un tipo de género que teóricamente nos ha enseñado a gozar de una manera. Y en ese gozar de una única manera se pierden infinitas. Es un poco lo que plantea la película y por eso se vuelve pedagógica, porque de algún modo explica o hace visible otras formas y otros cuerpos. Y hay algo del porno de pedagógico también en una cuestión de mercado del deseo; instala un tipo de mercado de deseo que en general es bastante mononormativo. Los cuerpos están casi siempre cosificados, pierden completamente la subjetividad y, en general, la mujer es un espacio totalmente abusado por el hombre. Y además ese porno main-stream está hecho por hombres, dedicado a los hombres; y para un goce único de un tipo de hombre único, ¿no? Porque si no también digo "los hombres" y parece que a todos les puede calentar ese tipo de porno y tampoco es así. Pero en ese punto es pedagógico en el sentido de que es formador de ideología en esa forma de habitar el cuerpo.

Entre la mujer como "espacio abusado" y los cuerpos que se tornan paisaje, como dice la narradora de LHF, ¿qué tensión hay?
La película plantea la problemática en la primera voz en off cuando dice que lo importante no es la representación de los cuerpos sino cómo estos se vuelven territorio y paisaje. Primero, en cierto sentido, es una frase poética y tiene todo el poder de la poesía, pero además de eso, es lo que plantea la película en su puesta de cámara. Las escenas de sexo si bien son de sexo explícito y hay un montón de personas participando, la cámara también participa de ellas; o sea, no hay un afuera, no hay una organización jerárquica donde hay un afuera diciéndole a un adentro qué tiene que hacer -y se siente eso, creo, en la película. Incluso cómo está filmado el paisaje; el paisaje también tiene una alta carga erótica para mí. La película busca todas estas instancias de erotismo: también en la palabra oral, también en los textos, en la voz en off, en los diálogos de ella, en la comunidad, en la forma en que conviven entre ellas, más allá de lo sexualmente explícito. Y en ese punto es que se va volviendo todo territorio, territorio posible de cartografiar, de pensar, de enseñar. En ese sentido también lo plantea la película, como otra forma de convivencia con nuestros propios cuerpos.

La cámara como prótesis.
¿Hubo de tu parte algún descubrimiento técnico o formal acerca de cómo se mueve la cámara en LHF?
Sí, para mí es una preocupación siempre el tema de la cámara, el tema de empuñar una cámara. Ya es un acto autoritario en sí mismo. Y me parece que además en este momento en que todo es cámara, todo el mundo vive con cámara y se ha democratizado ese gesto. Creo que hay que ser conscientes del hecho de que empuñar una cámara es tomar algo de los demás, de ese instante. Siempre me preocupó desde dónde se miran las cosas, por qué se miran, con respecto a todas mis películas. En el caso de la pornografía, yo también trabajé en un momento con archivos pornográficos. Y lo que me interesaba de esa búsqueda era justamente encontrar ese afuera de cámara. Una de las cosas por las que escribo LHF (porque mucha gente me ha dicho, "Esto no es porno; por qué decís que es porno si esto no es porno"). Yo creo que instala una conversación con el género pornográfico y lo que me parece interesante como texto audiovisual es que discuta con un género cinematográfico, que es el porno. Y lo que tiene ese género cinematográfico es que todas las cinematografías del mundo empezaron con ese género. El cine casi que empieza con la necesidad de saber sobre los cuerpos, tanto pornografía como películas médicas; es esa angustia y esa desesperación. Entonces me parece que es súper importante trabajar ese género y pensarlo, y también pensar todo lo que ese género significa y significó en la organización del mundo, y por lo tanto en nuestros propios cuerpos y por lo tanto en cómo hoy empuñamos la cámara, y qué cámaras, y qué vemos.

La película empieza hablando de las mujeres científicas que fueron a la Antártida...
Je, je. Rarísimo. Es que eso es así, eso te diría que es lo más documental de la película, porque las primeras mujeres que pisaron la Antártida fueron las científicas que fueron en el año '68. Y hay un cartel en la Antártida, en una de las bases estas. Y ella viene de Antártida, de hacer X (no lo explica la película; suponemos que de una beca o algo así) y se pregunta sobre aquellas mujeres.

La narradora dice que ellas son las hijas del fuego en el sentido de generaciones siguientes, pero después se habla de una historia por contagio, ¿cómo pensás esa tensión entre dos tipos de genealogía?
Bueno, creo que sí, que en principio es una tensión. Y creo que está todo organizado con esta lógica genealógica... Si bien la película es una realidad utópica (lamentablemente), imagino un mundo donde todo sea más horizontal y donde exista realmente esta... creo que está existiendo cada vez más, por otro lado: creo que se están empezando a armar comunidades que tienen que ver más con el contagio que con lo hereditario. Por otro lado "contagio" es una palabra que me gusta especialmente porque también viene de algo que tiene mala prensa, que es negativo, sin embargo no lo es: la verdad es que se te puede contagiar la alegría. Te podés contagiar cosas buenas.

Bueno, en el encadenamiento de la película, en la manera en que se van sumando personajes, parece que operara un contagio también.
Sí, se van sumando, atrayendo. Tiene algo médico también esa lógica si la pensás en abstracto -o que viene de la cuestión de la investigación del cuerpo- cómo se van uniendo fuerzas y se van formando nuevas comunidades, como pasa con las células. Por otro lado, si no se van sumando nuevas, se van muriendo esas comunidades; así que es necesario que suceda algo de eso.

¿Qué camino hay entre Isidro Velázquez y Violeta?
Quince años de historia.

¿Y qué pasó en esos quince años?
Un montón de cosas. Realmente cambió todo mucho. En el momento en que yo hice Los rubios, los Derechos Humanos no eran política de Estado; no existía el Matrimonio Igualitario (aunque a mí no me interese particularmente y que, como conquista de los derechos LGBT, me parezca bastante mezquina en el sentido de que es una conquista que sólo ayuda a dos personas; creo que hay que ir por cosas más grandes, pero bueno, en ese momento político fue necesario); no existía la Ley de Identidad de Género... Y realmente en ese sentido hubo cambios sociales muy profundos. Creo que fueron realmente conquistas de movimientos de Derechos Humanos, había un montón de gente militando y trabajando. Incluso ahora en este momento tan políticamente horrible que estamos viviendo... Yo viví los noventa y viví el 2001 siendo adulta, y la verdad que los movimientos sociales no se parecen en nada. La juventud de los noventa, de la cual soy parte, es algo totalmente olvidable. Había un desinterés absoluto en la idea de comunidad. Y la juventud que hay hoy en día no se parece en nada. Si bien, como digo, es un momento político duro, cruento. Creo que ahora hay movimientos sociales muchos más fuertes, pensando cosas serias, no en cómo agarrar un puesto. Tengo la sensación de que hay movimientos sociales que están realmente pensando la política. Y creo que esta gran crisis que estamos viviendo está directamente relacionada a esa crisis que es una crisis política. Para mí diciembre del 2015 lo que significó fue eso, el fin de una forma de hacer política. Y eso tiene un costo muy alto, va a tener un costo muy alto y lo está teniendo. Lo que me resulta esperanzador es que veo que hay gente pensándolo, gente joven además. Y concretamente, sobre la voz en off, en el medio también existió Cuatreros, ese trabajo enorme con el archivo y con la letra escrita. Porque en un punto, la voz en off de Los rubios, yo la siento un poco tímida; y bueno, está bien, era ese momento. Creo que a la voz en off de Cuatreros hay un crecimiento, un seguridad.

En una entrevistas hablabas de una posición distinta respecto a la memoria de tus padres
Sí, creo que Los rubios es una película escrita desde mi "ser hija" y Cuatreros es una películas escrita desde mi "ser madre". Creo que en una nota decía: "Se puso las botas de madre".

¿Y en LHF?
Y en LHF, sí, tiro la chancleta, me saco las botas. Cumplí con todos. Hay algo de eso: con toda esa acumulación de experiencia, me doy el lujo de pensar esa comunidad utópica y gozosa. Que toma elementos de lo real, tiene un montón de discursos que están circulando, no invento nada. Porque si no, cada vez que digo "sociedad utópica" puede parecer que estoy escribiendo una de ciencia ficción; no, en realidad, tomo un montón de discursos y de preocupaciones que tienen movimientos disidentes.

¿Por qué elegiste el sur como escenario?
Bueno, por un lado me gustaba la idea del Fin del Mundo. La película empieza en el fin del mundo y va subiendo. Tiene mucho juego con los géneros cinematográficos (tanto el porno como la road-movie, el sueño en el medio... lo onírico).

Inserts en blanco y negro
Esos son retazos de material que me quedó de Cuatreros. El Ministerio de Educación hacía películas pedagógicas sobre las vacaciones, la escuela, etc. Es un corto institucional de los cuarenta que presenta el Tigre. Y esas mujeres parecen claramente, por la gestualidad, hollywoodenses. De esa película me gustaba esa lógica de lo femenino, que es un poco por lo que tomo la novela de Nerval, que es una novela muy rara, una novela medio monstruo, que va cambiando de género en el camino, tiene una obra de teatro en el medio.

¿Trabajaste mucho con el libro [homónimo de Nerval] como material?
No, para nada; el libro no tiene nada que ver con la película. Pero la novela es sobre estereotipos femeninos. Cada capítulo tiene el nombre de una mujer diferente y corresponde a un estereotipo. Entonces de algún modo yo sentía que LHF podían ser nuevos estereotipos femeninos y también tomar algo de ese tipo de narración, que es muy especial para la época. Digo, Proust leía a Nerval y es una novela muy rota, muy quebrada. Rompe algo de la idea sacra que tiene la trama.

Al principio Carmen dice, "¿Hay recorrido armado o nos dejamos llevar?". ¿Hay algo de eso en el proceso de realización de la película en términos prácticos?
En términos prácticos, sí, porque fue un trabajo muy grande. Yo tengo una educación en el cine más clásico que se ha hecho en Argentina, que tiene preproducción, rodaje, pos producción y lanzamiento, como se ordenan las películas. Y, por otro lado, tiene una lógica muy jerárquica: las cabezas de equipo, la producción, la dirección; el elenco por un lado, el equipo técnico por el otro. Y acá tratamos de romper bastante con eso, es una película realizada colectivamente. Salimos a hacer el casting de la película y a filmarla con un guion, que luego dejé que se fuera modificando según lo que fuera sucediendo. De hecho la voz en off no era esa y era otro el personaje que la hacía, que hablaba más de la problemática del poliamor, de todo lo complejo que es coser esas comunidades. Y en un momento eso pasaba en escena, estaba en imagen, no se necesitaba la voz en off -la voz en off necesitaba ser una instancia superadora de eso que estaba pasando ahí en imagen. En ese sentido fue una película que tenía un recorrido armado pero que también nos dejamos llevar. Que es un poco lo que les pasa también a ellas, hay como muchas posibles causas y no se sabe a dónde van. Pero te lo avisa antes: "Ahora, como si esto fuese poco, tampoco me interesa la trama, también voy a abandonar eso". Pero toda esta idea de contagio, de nueva sociedad, de comunidad, también la búsqueda es esa: ir soltando lastres, ir viendo con qué te quedás y cómo se arma esto nuevo. También es un poco angustiante: no tener ese contexto de herencia (mirá quién lo dice también, ¿no?) es medio como pisar la Luna, pasás a otra gravedad. En algún momento dudé si no había que explicar (cómo llegan a la orgía, por qué), había una explicación en el guion, y decidí elipsarla completmente y que realmente sea eso: Ahora, lo que también nos vamos a sacar de encima es la necesidad de narrar en esos términos. Es una invitación a dejarte llevar.

¿Hay alguna idea, imagen, palabra o situación que puedas rastrear como el germen de LHF?
Una sola, no; hay muchas. Por un lado es una película que surge de una necesidad de ver lesbianas contentas, de encontrar esa representación. Yo durante años dirigí Asterisco, el festival LGBT, y vi material LGBT del mundo durante años, y todas las películas de gays, los gays están contentos; en las de trans, los, les, las trans, en algún momento están contentas, contentos, contentes. Siempre tienen un momento de crisis para encontrar la identidad, pero siempre hay mucha alegría. En las películas de lesbianas no, nunca están contentas. Empiezan mal, terminan mal, la pasan mal. También cómo fueron representadas históricamente las lesbianas en la tele y en el cine; siempre son malas, asesinas, resentidas, tienen problemas maritales... Siempre es una representación muy oscura y cuando trata de no serlo siempre es una persona en guerra; un cuerpo en batalla contra todo el mundo. Lo que es bastante lógico, si pensás en que la representación de ser lesbiana es todo ese espanto que te acabo de describir. Te genera como un estado de guerra.
Surge un poco de esa necesidad, de ver estas identidades representadas de otro modo. Aunque la película se haga la canchera y diga "lo importante no es la representación de los cuerpos" (creo que eso es un juego que hace la película), también es un llamado de atención desde el comienzo sobre cómo fueron históricamente representados estos cuerpos: las lesbianas, las gordas también. La película tiene una apuesta bastante fuerte en esa no jerarquización de los cuerpos y de los deseos también en las prácticas sexuales: desde el SM, la masturbación, el sexo grupal, el sexo en pareja...

Hay un personaje trans...
Hay un personaje trans. Es una película de mujeres; aclaro esto porque a veces me preguntan por qué no hay un hombre. Bueno, porque ésta es esta película. Primero, es una ficción. Porque si no parece que siempre tenés que estar haciendo todo para todo el mundo. Esta es una ficción y la decisión inicial de esta película fue que esta era una película de mujeres hecha por mujeres completamente. Y también fue muy importante eso porque la realización de la película estuvo hecha por mujeres, y también eso generó un estado de situación completamente diferente en el rodaje. Tengo rodaje desde hace más de veinte años, de todo tipo, y siempre en todas las películas trabajé con muchas mujeres, pero no es lo mismo que todo, todo un mundo de mujeres.

¿Cómo es?
En completamente otra dinámica. Tuvimos una película de mucha convivencia, nos fuimos a filmar a Ushuaia, también filmar en medio de los viajes; mucho trabajo de previa, ensayos... Y en esta participación entre el equipo técnico y el elenco, al ser todo un equipo de mujeres, esas jerarquías naturalizadas que tiene el cine (como que los asistentes de producción no entran al set) eso estaba muy horizontalizado.

Eso se ve en los créditos del comienzo de la película, en donde los nombres de todas las que participaron aparecen juntos.
Bueno, eso fue una decisión política, ponerlos así. Porque, además están todas mezcladas: actrices, técnicas. Son todos nuestros nombres, los de las que hicimos posible que esta película se haga. Cada una poniendo y aportando lo que tenía, podía, etc. Y eso fue una decisión política tomada unilateralmente por mí [se ríe]. La comenté con todas y estuvieron de acuerdo. También es muy complejo, para hacer una película, entrar en esta lógica más colectiva, porque por ejemplo a mí se me ocurre esta idea de títulos en cualquiera de mis películas y la llamo a la productora y le digo, "Che, hacemos esto", y me dice, sí o no, y somos ella y yo. Ahora, en esta película hay que llamar a dieciocho... Y eso implica, no sólo una cuestión de costos de tiempo, sino también que alguna te diga, "No, no me parece" o "Mejor esto...", o sea, es todo un proceso mucho más largo y engorroso que, a veces, para los sistemas de producción, te complejiza un poco todo.

¿Ponían en común decisiones de distintos niveles?
Sí, exacto. Muchas decisiones se tomaron así y de hecho, muchas de las cuestiones de las escenas de sexo no es que yo llegué, les di un guion escrito y les dije, "Esto es lo que sucede"; más o menos tenía pautado si eran dos, tres, cuatro o cinco porque narrativamente sumaba o restaba, pero después fue un trabajo largo de charlas, de conocimiento y de búsqueda entre ellas y conmigo. También yo entender en dónde me podía poner mientras ellas vivían ese momento de intimidad. Para mí era muy importante no avasallarlas, pero no sólo por no avasallarlas a ellas sino porque yo me sentía un poco avasallada también. No es lo más cómodo del mundo filmar gente cojiendo; también está bueno decirlo porque si no parece que yo soy una canchera bárbara que llama a un montón de gente y... No, es un lugar incómodo, que hay que aprender a estar también. Y yo aprendí con ellas.

¿Alguna de ellas ya había filmado sexo en cámara?
Profesionalmente, no.

¿Y había una instancia de conversación sobre la comodidad o incomodidad?
Sí, exacto. La previa fue un poco eso, ese trabajo: de conocerse, de qué querían, de a qué estaban dispuestas; qué no, qué más, que menos. Conocer sus cuerpos, también, antes de poner las cámaras se hicieron masturbaciones colectivas, por ejemplo. Prácticas que, por otro lado, están más asociadas al mundo de lo masculino. En general es o era más común que los varones se encuentren a masturbarse todos juntos. Digo, entre las mujeres eso nunca existió. Y eso, ese trabajo de conocimiento y de juego: talleres de drag king, por ejemplo, para poder hacer las escenas del sueño, donde también se encuentran los cuerpos y en ese "ser otro" también hay algo tuyo que se pone en juego y las demás aprenden de vos, te conocen... Cuando estábamos en previa, todo ese proceso, yo me asusté bastante porque dije, "Esto era la película. La película estaba acá y ahora me voy a mandar a hacer una ficción con un guion escrito cuando todo esto que está pasando acá..." [se ríe] porque realmente era muy contundente. Pero, bueno, no era; esta es otra película.
En Los rubios hacés eso.
Claro, es que eso hubiese sido plagiar Los rubios con un nuevo tema. Está bien que no haya sido ésa la película, pero había un potencial que circulaba fuertísimo.

Igual quedan escenas, como en la que todas mean juntas, en donde se ve algo casi detrás de cámara.
Bueno, me gusta que menciones esa escena, porque me gusta especialmente porque ellas miran a cámara, varias. Están esperando. Y me gusta que se revele el detrás de cámara, porque hay algo, digamos, de esa forma de mirar, que miran, que preguntan, que es un instante, que yo tengo la sensación de que nos vemos todas las que estamos detrás, que se ve esa comunidad de mujeres. No le están preguntando a un hombre, te juro. En ese trabajo que te dije que hice archivo pornográfico, lo que trabajaba era el detrás de cámara: es una mujer que mira en un momento de una escena porno detrás de cámara y lo que se ve es que le dan la indicación de que siga. Ella mira pidiendo piedad, de algún modo, pidiendo que la escena se termine; es muy tremendo. Y yo siento que en esa escena, las miradas de las que se ven están diciendo que están mirando a este otro grupo de mujeres que estamos del otro lado, sin necesidad de que exista el plano como en el caso de Los rubios.

¿Cómo llegás a la decisión del plano final?
Mirá, lo que te puedo contar es que ese plano estaba escrito. Ese personaje, Rosario, a mí me encanta porque es el personaje que le gusta tener sexo consigo misma. Está escrito ese plano, pero luego de esa escena venían otras. Y en este punto está hecha colectivamente la película porque por más que yo escriba, "Ahora este personaje hace tal cosa", después también depende de cómo lo hace esa actriz, de cuánto se entrega. Yo no podía calcular ni saber que esa actriz me iba a dar todo lo que me dio. El plano siempre lo había imaginado así porque justamente es como están filmadas todas las otras escenas de sexo, en la puesta en escena; y para mí era ese cuadro: un poco como "El origen del mundo". Después pensé en Egon Schiele, que tiene varios retratos de mujeres, y hay algunos planos muy parecidos. Después había una escenita más donde se despedían y pasaban unas cosas que, claramente, después de ver esa escena tan como la hicimos, me pareció que no se necesitaba más nada, era realmente el final. Pero también son esas cosas que están buenas del cine, casi como estrategias no calculadas. Tal vez si esa hubiese sido la escena final en el guion, yo hubiese tenido una tensión y hubiese pedido cosas que por ahí arruinaban esa escena. No lo sé, pero lo pienso como estrategia de directora. La verdad es que yo fui a hacer esa escena entregada como fui a hacer todas las escenas, pero ésta especialemente tenía una complejidad mayor, porque era tete-a-tete. Hay una intimidad entre las que estamos ahí que en las otras escenas de sexo esa descarga pesa entre ellas.

¿Qué aspectos privilegiaron para el casting?
El casting lo hizo Rosario Castelli, que es antropóloga y militante feminista (ella no es una chica que se dedica a hacer castings, claramente), y es un poco la posibilitadora de hacer esta película, porque yo había pensado en hacer esta película pero hasta que no conocí a Rosario, que me dijo, "Te juro que yo consigo chicas que hagan esta peli"... Porque la problemática con el tema del porno es que si yo no tenía esa diversidad de cuerpos, esa diversidad de miradas que tiene este casting, la película no tenía valor. Si yo conseguía todas actrices como son las del porno hegemónico, completamente depiladas y flacas, no sólo en su forma sino también en su gestualidad... Entonces lo que buscábamos era eso: cuerpos diversos, diversos entre sí, que realmente en esa comunidad haya distintos tipos de cuerpos.

¿Y debían estar ajustadas a la idea previa de cada personaje?
La nadadora es casi calcada a como estaba escrita. Apareció Mijal y era como, "No, no se puede creer, es Agustina exacta". Ahora ya no lo recuerdo, pero cuando la vi a Violeta en casting, me cambió completamente el personaje. Creo que ese personaje no estaba escrito así, pero la vi en el casting y dije quiero que ella sea Violeta. Y así medio con todas. El casting fue más grande. Yo no quería un casting de actrices porno, sino un casting de actrices que también sean militante, que tengan un compromiso con la idea de la película. No sólo por una cuestión política, sino porque yo también estaba aprendiendo a hacer ese tipo de película entonces necesitaba un marco de contención. Todas las películas pueden derrapar rápidamente y para que no derrapen hay que buscarles las formas de que ese texto suceda. Y en este caso era muy importante que fueran personas que vinieran de la militancia feminista o la militancia LGBT (pero, principalmente feminista, porque lo necesario era que esa forma de entregar el cuerpo la tengan ya elaborada).

Te quería preguntar por lo de Rey muerto
Ah, me pareció un lindo homenaje, así como están las científicas del '68. Tiene mucho chiste la película; toma el género pornográfico, toma la road-movie, que también es un género patriarcal, toma la novela de Nerval leída por Proust. Tiene muchas capas de la cultura, que también es cómo se van formando los cuerpos. Un cuerpo se forma con todas esas informaciones. Y Rey muerto me parece un corto precioso, muy importante, una obra genial y Lucrecia es nuestra cineasta más importante. Así que me parecía lindo que también esté ahí. Es un homenaje.

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Una síntesis de esta entrevista salió publicada en Revista Ñ con el título de "Las infinitas formas del goce femenino" (02/11/2018)
https://www.clarin.com/revista-enie/escenarios/albertina-carri-infinitas-formas-goce-femenino_0_HgRh7xkPj.html

Reseña: 50 estados. 13 poetas contemporáneos de Estados Unidos, de Ezequiel Zaidenwerg

Cincuenta estados de un mismo estilo

Toda antología es una toma de posición estética. Por más reparos que ponga su antologador, un recorte, en el mismo movimiento, incluye y excluye. Está en los compiladores explicitar el criterio de selección o bien encontrar estrategias que tiendan a hacer más “objetiva” o abierta la muestra. En este sentido, 50 estados, de Ezequiel Zaidenwerg es una apuesta atrevida y a la vez engañosa; se apropia del dispositivo “antología” con creatividad y labor, pero sin dejar de refugiarse en los rincones seguros que provee el género.

Aunque ni la portada ni la contratapa ni el prólogo lo dejen en claro, Zaidenwerg, conocido por su trabajo como traductor de poesía estadounidense, explicó en una entrevista reciente que este copioso libro, que reúne poemas y conversaciones con trece escritores nacidos entre 1976 y 1994, es más un producto de la invención que de la investigación. Los poetas creados por Zaidenwerg viven en distintas ciudades, vienen de entornos y lecturas diversas, y –lo que hace de la antología una apuesta ambiciosa– conforman un abanico de variaciones formales: epigramas, poemas en prosa, verso proyectivo, poemas epistolares, rap, canciones e incluso un largo poema elegíaco. La complejidad de este aparato que es 50 estados no sólo involucra la escritura bilingüe (ya que al “traductor” le corresponde la autoría de ambas versiones en castellano e inglés), sino también la exigencia de construir poéticas heterogéneas.

Pero a pesar de la interesante premisa de diversidad formal, la lectura pronto se apelmaza y reflota entre los poemas una estética unívoca, una vena lírica con dos vertientes principales. Por un lado, textos que montan reflexiones pretendidamente filosóficas en escenas de la vida diaria (como escribe Sarah Diano: “tal vez/ el amor sea esto// atravesar la noche/ en el auto de otro/ sin compañía// y sin saber manejar” ), íntimos satoris palermitanos que, mediante la mirada del poeta, subliman un detalle pedestre a nivel de revelación; como el perro callejero que duerme en el subte hace escribir a Amy Benoit, “nosotros somos, me parece a mí, un poco/ como él: nos abandonan/ al mundo, deambulamos (...) nos dejan que durmamos, y todos/ los demás son de otra especie”. La otra línea lírica es, tal vez, más nociva para el conjunto, ya que se trata de una inclinación al poema de amor conyugal que no sólo aparece en los versos costumbristas sino que invade aquellos más arriesgados, como los del lisérgico Leroy S. Davis, quien en “Cowboys de la impermanencia”, subordina la productividad de imágenes al diálogo amoroso (“Éramos el caballo de los dos:/ cada beso era un cactus lleno de agua,/ un arma oculta en una biblia hueca”). Esto no es un problema en sí, sino que el peso de la lírica como interés evidentemente central en 50 estados obstaculiza la puesta en práctica de otras poéticas. Así, el “poema político” de la antología –“Declaración de independencia”, en el que Taylor Moore pone en tensión la historia de EEUU y su coyuntura actual– limita las resonancias políticas del texto independentista a la retórica amorosa entre antiguos amantes.

Las entrevistas, que podrían funcionar como un espacio para profundizar la voz o perspectiva de los heterónimos, abundan en respuestas trilladas por parte de los entrevistados (acerca de sus comienzos en la escritura, sus influencias y su opinión sobre la poesía contemporánea) y una interés insistente del entrevistador por asignar significados y filiaciones a los poemas –interpretaciones de una sola vía para los textos que él mismo ideó.

Ante la idea brillante y productiva de inventarse una generación de poetas, Zaidenwerg prefiere cultivar las formas antes que correr riesgos. Y al final, como si se tratase de aquel “dólar platónico ajeno a los vaivenes de la tasa de cambio” cuyo poder nominal lo obnubiló en la infancia, la lírica se vuelve el patrón que regula y determina cada una de las inflexiones poéticas particulares de los 50 estados.
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Publicada como "Hojeando una antología con trampa", en Revista Ñ (02/03/2019) https://www.clarin.com/revista-enie/literatura/hojeando-antologiacon-trampa_0_kmKRtZA2S.html

Incidente con Chile

Un día cargado de espesas nubes que poblaron el cielo y se cerraron sobre mí como el techo asmático de una mina de cobre en cuya superficie rebotara y se desvirtuase con cada golpe el eco cacofónico de mis exclamaciones convulsas propias de un entendimiento exangüe y extensamente sometido a la falta de oxígeno, la exasperación tocó en el delirio: la cabeza se me hinchó, amoratada, y las cejas se me tensaron como arcos a punto de impulsar las flechas de mis ojos; escupía espuma por la boca, me castañeteaban los molares y premolares, frontales y caninos aserraban saliva. Estaba frenético, demente; de fondo, desde lo hondo del cerebro, sentí nacer el timbre histérico de violines que irritaban las agudas cuerdas en un crecendo de cabalgata walkírica. Estaba frenético, demente, y concebí (uñas chirriantes contra la mesa de caoba, arruinada en su limpidez pura por las rayas paraleloides de un pentagrama colérico) la idea sublime de desacierto de castigar a Chile entero, ¡Chile todo!, de declararlo ingrato, vil, frenético, infame. Me imaginé calzado de crudas botas de montar y montándome a Chile entero, todo Chile: yo arriba, estrujando los lados de un potro indómito que, cimbronazo a cimbronazo, cedía y se volvía pasivo ante mis descargas sádicas, ¡plaum! ¡plá! Con el látigo de tres puntas laceraba el lomo de la bestia, los ojos eyectados en sangre, resoplando mucosa burbujeante por los lagrimales y eyaculando baba entre dos labios en complot.
Escribí, en medio de aquel trance violento, no sé qué diatriba –no la recuerdo, en serio; sólo conservo una como imagen de papel arrugado y con algunos mordiscos en los bordes que ostentaba una caligrafía, dadas las circunstancias, sorpresivamente prolija y llena de firuletes: prueba maestra de la frialdad de temperamento que me respalda cualquiera sea la situación. El contenido de la diatriba era, en efecto, beligerante, sin tacha, tira-bombas y de un romance envidiable; púsele mi nombre al pie con una estocada de la pluma, la llevé a pasos cortos pero rápidos, patinando sobre los húmedos adoquines en la madrugada de Santiago, hasta la imprenta de “El Progreso” y dejela directamente en manos de los compositores; hecho lo cual me retiré a casa en silencio, volviendo a resbalar en las partes más sobresalientes del empedrado.

Tal vez fuesen las suelas nuevas –novísimas– de los mocasines que llevaba, no sé... pero, a la tercera vez que casi me parto la crisma en parabólica caída sobre la calle silenciosa (apenas unos gorriones, ¡benditos querubines de la urbe filoeuropea!, y una paloma renga hacían la guardia de aquella mi humilde y humillada callejuela, entre la bruma que los primeros guiños del día iban disipando), a la tercera, digo, o cuarta vez que se repitió, toda la furia que había estado conteniendo con buches en los carrillos –apenas con ligereza canalizada hasta el momento por imágenes de perversidad psicodélica contra un Chile traducido en potro– se me desbordó y fue a descargarse bajo la forma de un torrente verbal encima de los idílicos adoquines inmutables. Uno, sobre todo, –¡uno de los paralelepípedos, digo!– uno particularmente pedante, me sostenía su temple en señal de desafío. Brillaba su pátina, a cuyo esplendor matutino aboné con gotas de saliva.

Quien me hubiese vislumbrado a lo lejos hubiera fantaseado con un hombre convertido en pájaro: los gestos en síncope asemejaban de tal modo al aleteo pueril y famélico de estos seres.

Es que mi condición era paupérrima; flaco, desgarbado, ojeroso y resoplando bilis me podría haber visto cualquier paje andino agarrándomelas contra ese poliedro atónito que atendía mis injurias con asiática paciencia. Nada expresaba, respondía nada. Zapateé la superficie reducida de mi enemigo –uno entre incontables rectángulos idénticos– con el fin de infringir un daño, conseguir una satisfacción. A diez metros, una tienda de abarrotes sostenía su fachada angustiosa; la tranca estaba puesta pero, junto al portón, centelleó el filo de un fierro romo. Lo alcancé sin dudar más y comencé a forcejear con el objetivo de extraer el adoquín fuera de la ceñida multitud de sus pares, quienes, tan mudos como el insolente resbaladizo, oponían superficiales caras lisas a la exuberancia de mis refunfuños. Gggggggggggggggh –el pico del caño titubeaba contra la piedras –lo sostenía yo con ambas manos –éstas también resbalaban –me sequé contra el pantalón, volví a forzar –¡clanc!, el fierro erraba el intersticio –ahí, entre adoquín y adoquín –¡adorno superfluo de las capitales! –¡bárbara disposición del granito que hace tambalear al mocasín civilizado! –¡maldición escuadrada del Oriente! –¡maldición! ¡maldición! –¡¡Ad-dukkân, ad-dukkân!!

La piedra no cedió (aunque creo haberla corrido hacia un margen); arrojé el fierro, que tintineó calle abajo, y volví a mi buhardilla, en donde cargué las pistolas (regalo práctico y varonil de Montt en mi arribo a Chile) y aguardé a que estallase la mina que debía volarme a mí mismo: el libelo ardiente que para aquel entonces estaría pasando de una atónita mano de cajista a otra –como la flama a lo largo de una mecha– y que no tardaría en alcanzar el paquete de dinamita, constreñido y sucio, de la opinión pública chilena, pero que me dejaba vengado y satisfecho de haber cumplido grande acto de justicia.

Las naciones pueden ser criminales, pueden ser rufianes, pueden ser drogadictas, matreras, cuatreras o simplonas; pueden ser sordas, las naciones, bobas, moqueantes o vocingleras; las naciones pueden ser sabrosas, ordinarias, pantomimas y parsimoniosas, pueden ser pastosas; pueden ser hipnóticas, crónicas, convalecientes, calcinantes y efervescentes; pueden ser amnióticas las naciones, animosas, pletóricamente hemorrágicas, pueden ser tísicas, esplendorosas, fanfarronas, runflas, resacosas u ociosas nomás; escleróticas naciones puede haber, puede haberlas rotas, recompuestas, recauchutadas, espontáneas o bien varias veces, repetidas veces, ensayadas y fallidas, cluecas, ensimismadas o exhibicionistas, lúmpenes, lupanares, laparoscópicas, electrónicas, puestas, repuestas, irreverentes, naciones del todo contradictorias pero igualmente convincentes, naciones cobrizas, argénteas, falsometálicas o de cal, cuero, calcio, naciones producto de la quema, rastrojos, las he visto; las naciones pueden ser netas, deudoras, prometedoras, predestinadas, pretéritas y pésimas, pueden ser la peste, pueden ser el pero; las naciones pueden ser lo peor, también, o lo bueno o lo mejor, regular, pueden ser un dedo grueso o un labio leporino, las naciones pueden ser un pepino... y lo son a veces (otras veces no); y no hay juez que las castigue sino sus tiranos o sus escritores. Es que. Es que. Es que quejábame yo, en aquella diatriba, de todo: del presidente, de Montt, de los Viales, de Azmhun, de aquel politiquero rengo, de Armando Armenio, de los diarieros y de los mozos que no lo miran a uno cuando uno quiere pedir la cuenta (¿qué se hacen? ¿qué se hacen?), así como del café de Chile me quejaba, que siempre está frío cuando uno decide sorberlo luego de gastar extendidas charlas entre colegas; me quejé también de las mujeres y de la falta de mujeres (cantidad y calidad, ¡bah!), del arroz, del arroz con pollo, del salchiarroz, del arroz con leche que casi ni se consigue, del queso gruyer, que aunque rico, ¡qué pasa con esos agujeritos! (del queso me harté y extendí al respecto); soné la nariz de mi indignación incluso contra las novelas por entrega y los más altos poemas de la lengua castellana (por buenos me refregué en ellos, por elevados); descargué saña contra los cordones demasiado cortos y contra las alarmas despertadoras que no saben a uno levantarlo; contra el clima me irrité y presenté queja de los días soleados, de los helados y del trabajo, de la falta de trabajo, del sistema y lo sistemático, a la vez que desestimé el orden natural de las cosas, por prolijo; y, por desaliñadas, a las revueltas del proletario; a la monarquía y a la nueva República, en fin, las mandé a un pozo para que no escapase uno solo de mi justicia, de mi tiránica escritura, esta escrituraria tirantez. Y a los escritores (¡los otros!) y al público en masa (¡basura boba!), los ponía overos con verdades horribles, podridas, humillantes, falsas, suficientes para amotinar una ciudad, tornarla demente de cólera, y hacerla pedir la cabeza, lengua y genitales del osado que tales injurias la hacía (¡que era yo!). Largas hileras de antorchas me rodearían en forma de red fogosa y elevarían un aullido desgarrante: sería el fin, el festín de los bárbaros mendicando por el cuerpo de este servidor que había tenido demasiado y se entregaba estéticamente al desguace. ¡Tomen lo que les falta, envidiosos! ¡Despedacen! ¡Desfiguren! ¡Con los dientes seguiré apretando la verdad hasta que de piedras me atraganten! ¡Más que fango, nada sacarán al rasquetearme la carne! ¡¡Fango y sangre!! Yo hacía crujir el mango de las pistolas entre los dedos mientras tales imágenes desfilaban en la caverna de mi cráneo...

Fragmento de "Incidente con Chile", del libro inédito Sanmierto.

Reseña: Berisso, 1928, de Daniel Samoilovich

Berisso 1928. La vida futura Daniel Samoilovich Bajo la Luna, 2023 Berisso 1928. La vida futura de Daniel Samoilovich (Buenos Aires, 1949) ...