Reseña: Gould, de Stephen Dixon

Gould. Una novela en dos novelas, Stephen Dixon (Eterna Cadencia, 2022)

El aborto como pegamento narrativo

por Emilio Jurado Naón



Gould no es una novela sobre el aborto, es una novela estructurada por abortos. Dos maneras de elaborar un tema que pueden ser parecidas pero producen textos muy distintos. En esta novela (que, como dice la bajada, es “una novela en dos novelas”) publicada por primera vez en 1997, el estadounidense Stephen Dixon presenta a un personaje, Gould Bookbinder, y narra su vida a partir de un recorte muy preciso: solo nos contará las escenas y episodios vinculados con los abortos que sus distintas parejas tuvieron que practicarse desde el comienzo de su vida sexual en la adolescencia hasta ya entrado en años, jubilado y habiendo constituido una familia tipo.

El recurso es similar al de J. R. Ackerley en Mi perra Tulip, una biografía de su amada perra alsaciana estrictamente restringida a sus períodos de celo. Mientras que Ackerley formula su relato en relación al amor platónico, la sensualidad interespecies e inquietantes relaciones de poder, Dixon se limita a esta última vertiente de la experiencia humana. En un comienzo Gould parece un inadaptado más, con fervientes ganas de conjurar el coito pero sin mucho entusiasmo por los métodos anticonceptivos ni por el acompañamiento afectivo y material de sus parejas durante el procedimiento médico. Sin embargo, con el correr de los episodios, narrados en una catarata de diálogos y monólogos internos, y pegados unos a otros sin solución de continuidad (bookbinder, es el encuadernador, especialmente del tipo que pega hojas sueltas para formar un libro), Gould se va revelando como un personaje altamente desagradable y violento cuya única obsesión parece ser dejar embarazada a una mujer (cualquiera sea) y tener un hijo (varón) cueste lo que cueste. 


La primera parte de Gould se titula “Abortos”, pero no se aboca tanto a la discusión de la interrupción voluntaria del embarazo ni sobre el cambio en los métodos para realizarse uno en Estados Unidos a lo largo de las décadas (desde los cincuenta hasta los noventa) ni sobre las implicancias morales y políticas de esa práctica. El hilo que zurce estos episodios es Gould y la curva ascendente de la concepción no planificada como producto de la negligencia o como táctica de coacción. Los abortos, en definitiva, arman una serie biográfica que simboliza el fracaso constante de una subjetividad masculina rota y desorientada. 

Aunque Gould no detenta el monopolio de la miseria humana en la novela, la narración de Dixon se las ingenia para ponerlo en el centro de la atención y modular un in crecendo sustancioso a medida que se suceden los párrafos. Así, el protagonista llega a secuestrar durante una noche a su novia porque ella quiere terminar con un embarazo no deseado y, años después, cuando Gould ya cuenta canas, tiene dos hijas (mujeres), y la calma parece haber llegado a su vida inquieta, insiste en inseminar por medios heterodoxos a su esposa, a pesar que, por condición de salud, una tercera gestación pondría en riesgo su vida. 

La maestría necesaria para articular una subjetividad insoportable sin por ello dinamitar el interés en la lectura solo se puede comparar con la habilidad que despliega Dixon para deslizar, a pesar de la abyección del protagonista, visos de humanidad que van construyendo sotto voce un personaje complejo y pleno de matices. La segunda novela dentro de Gould se llama “Evangeline” y su eje es el personaje homónimo, una madre soltera con la que Gould vive de manera intermitente durante varios años y con cuyo hijo entabla un vínculo que cree profundo aunque los hechos demuestren lo contrario. Evangeline es la mujer a la que Gould nunca pudo embarazar; pero no solo eso: ella representa la única subjetividad de la novela que logra subyugar al protagonista en todos los planos (intelectual, sexual, estratégico y político-hogareño). Gran contrapunto narrativo, esta segunda parte hace crecer el flanco vulnerable de Gould y asienta el nudo definitivo de su psicología quebrada: el deseo trunco de un hijo varón.


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Publicado en revista Ñ como "Stephen Dixon: todo por un hijo varón" - 13/10/2022


Reseña: Sumisión, de Oscar Taborda

 Oscar Taborda: Sumisión, Paraná, Entre Ríos, Argentina, EDUNER, 2020.


El isotipo: una boya en la deriva de la ficción 

Por Emilio Jurado Naón


Un marciano que se llama U vive una identidad lumpen de trabajador golondrina temporalmente desempleado en algún área urbana, que podría ser la ciudad de Rosario como cualquier otra, y ahorra para pagarse un viaje mental mediante uno de los cascos neurotrópicos (el más barato) que publicitan en el shopping de su barrio. Su fantasía es la de asesinar al tío millonario de la protagonista de una telenovela colombiana que mira por las tardes en el hotel de pasajeros donde se hospeda y así vengar el destino miserable de la joven, para lo cual U se disfraza de su propia madre con un vestido robado a la hija de la dueña de la pensión. Pero el viaje imaginario que supervisan dos empleadas más parecidas a manicuras que a guías de turismo sufre un desperfecto técnico que trunca la aventura de U, quien, sin embargo y a pesar del malestar físico que este le depara, no presenta ningún reclamo.

La síntesis de la trama de Sumisión, una aproximación posible a la diégesis, en realidad, podría ser esta como cualquier otra, ya que el protagonismo de la novela más reciente de Oscar Taborda se lo llevan no tanto la fábula como las operaciones sobre la digresión y el símbolo.

Organizada en fragmentos breves de similar extensión, Sumisión es una deriva textual obsesiva aunque parsimoniosa sobre productos del mercado, los materiales de los que están hechos, sus procesos de producción, publicidad y venta, y las fantasías que se tejen en la mente del consumidor en el lapso breve que separa el paseo de los ojos de una mercadería a otra en la vitrina. 

“La materia prima de estos cables había sido extraída del subsuelo chileno. Un jingle que sirvió para promover la venta de cascos todavía sonaba a veces en la radio, activando el recuerdo de aquel corto con los inmensos camiones cargados de piedras, saliendo como de una gran oreja, y luego las vías del ferrocarril y el puerto de Valparaíso. Manufacturados en Venezuela, el ensamble final se había realizado en la planta de una firma ubicada en el reparto de San Patricio de la ciudad de Managua. Ahí, junto a la laguna Nejapa, de origen volcánico, a metros de la embajada de Brasil, cada uno de sus accesorios fue precintado con una faja donde la empresa se jactaba de cumplir el sueño bolivariano. Acá las uñas de la manicura la habían despegado, rasgando junto con la inscripción el estilizado dibujo de un sombrero de llanero que se apoyaba somnoliento sobre una H mayúscula. Cuando después de renegar con el adhesivo la chica termina por hacer de la cinta un bollo que tira al piso, la pequeña pelota rueda unos centímetros hasta que se detiene contra el zapato izquierdo de su compañera”. 

Suerte de poemas en prosa, cada movimiento de Sumisión se puede leer de manera autónoma (y de hecho, así lo exigen la condensación de sentido y la sinuosa sintaxis). Taborda comenta en el epílogo “Siete claves ligeramente autobiográficas”, que, a partir de unos pocos renglones que tenía escritos desde hacía quince años “con una frecuencia dispar, a veces cada noche, otras más esporádicamente, fui sumándole, de uno en uno, en el mismo orden en que están acá, otros noventa y nueve párrafos de cerca de mil caracteres con espacio cada uno”. El procedimiento recuerda al de César Aira, que, como se ocupa de recordar cada tanto en algún ensayo o entrevista, escribe una página por día y la pasa en limpio; pero el resultado, en el caso de Sumisión, no puede estar más lejos de la novela aireana. Porque el argumento delirado que podría dispararse a partir de la premisa de un marciano vestido de señora que paga unas chirolas por fantasear un asesinato de telenovela se ve sometido, en Sumisión, a un aplazamiento permanente a causa de una ralentización de la mirada sobre los objetos y su desplazamiento mediante asociaciones constantes.

Dos características ya presentes en los libros anteriores de Taborda se continúan en Sumisión, y una tercera, nueva, viene a operar como superación y, quizás, apertura hacia derivas inéditas. Por un lado, en el nivel formal, la sintaxis pletórica en subordinadas, acotaciones y parentéticas, que Taborda ya venía practicando en su poema narrativo 40 watt (1993) y en la novela Las carnes se asan al aire libre (1996), sigue siendo el carácter rector de la prosa y logra producir, en la lectura, el efecto al que Selva Almada se refiere, en el prólogo del libro, como la sensación de estar “mirando siempre por el rabillo del ojo”. 

Por otro lado, ya en un nivel en el que se entreveran la imagen y el sentido, Taborda continúa la detención objetivista sobre las cosas que, muy cercano a la vertiente de rosarina que se agrupaba en Diario de Poesía (1986-2012), ya había trabajado en los poemas de La ciencia ficción (2015). Detención de la mirada que su correligionario Daniel García Helder definiera, para mayor provecho del “objetivismo”, como “mirar hasta que se pudra” y que en la poesía de Taborda adopta la particularidad cínica del rechazo absoluto a toda posibilidad de sentido ulterior: un anti-simbolismo ortodoxo y jactanciosoi que es quizás un signo de los tiempos, quizás arma necesaria contra el lirismo y neorromanticismo predominantes en los ochenta.

En Sumisión los objetos siguen vaciados de sentidos trascendentes, pero exhiben, en cuanto mercancía, la historia de su producción. En un movimiento opuesto, el logo o, como lo llama Taborda, los “isotipos” son plaga en la novela (“una caja de hierro en cuya tapa había grabados los perfiles de dos leones”, “la estampa en blanco de la silueta de un avión en vuelo”, “un colectivo que en sus laterales lleva dibujado un galgo”, “una calcomanía de la virgen de Itatí”) y funcionan como vectores del borramiento de esa historia. Con el shopping como Jerusalén de la sociedad de consumo contemporánea los isotipos son profetas mudos o que ya se cansaron de predicar y quedan ahí, a la deriva, punteando la narración casi a la manera de boyas en las que la prosa de aferra antes de cansarse.

Síntesis superadora entre la digresión de la sintaxis y el vaciamiento de los símbolos, la operación textual de Sumisión supone, sobre todo, un enriquecimiento narrativo, en cuanto el avance del texto (esa escritura de a un párrafo por día) no se aferra a elementos diegéticos sino que planta los hitos de su progresión en objetos, baratijas, etiquetas, adornos, mercancía, logotipos y materiales descartables: un reciclado novelístico, mediante el cual la basura de la sociedad de consumo realiza su función postrera.

En el espacio exterior al shopping, donde “una motoniveladora iba de una punta a la otra removiendo grandes cantidades de tierra, seguida por un grupo de mujeres y chicos que se dedicaban a recolectar lo que pudieran descubrir con valor comercial”, no es difícil imaginarse a Oscar Taborda integrando la cohorte; juntando objetos con los que realizar listas, armando listas con las que producir ficción.

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Publicada originalmente en Revista Casa #301 - octubre/diciembre 2020

i El poema de “Aruspicina” es pasible de una lectura en esa clave cuando parte de una carroña (¿Baudelaire?), un “animal, muerto hace quince días” y establece, en afán de ars poética, que “cualquier interpretación que pueda dársele/ será incidental, no es un letrero/ ni espejo de nada” (La ciencia ficción. Buenos Aires: Vox, 2015).

Reseña: Toda culpa es un misterio. Antología mística y religiosa, de Gabriela Mistral

 Toda culpa es un misterio. Antología mística y religiosa de Gabriela Mistral (La pollera, 2020)

Estética mística a base de depuración y vigor

Por Emilio Jurado Naón


La antología mística y religiosa de Gabriela Mistral Toda culpa es un misterio despliega textos diversos que representan justamente el eclecticismo, la seriedad y la amplitud de alcance de su vida espiritual. En las anotaciones personales, se lee el sincretismo propio de una estudiosa de las culturas y las religiones que se asumió, con alternancias, como católica, budista o judía, y que se formó en la Sociedad Teosófica; hay en ellas el registro lúcido, sobre todo, de una experiencia introspectiva estrechamente asociada a la lectura: “Eso era para mí el budismo, un aire de filo helado que a la vez me excitaba y me enfriaba la vida interna; pero al regresar, después de semanas de dieta budista a mi vieja Biblia de tapas resobadas, yo tenía que reconocer que en ella estaba, no más que en ella, el suelo seguro de mis pies de mujer”.

Pero la mayoría de los textos compilados son de carácter público, y en ellos prima la misión política de Mistral entre los años treinta y los cincuenta, que ante la expansión del ateísmo a nivel mundial intenta, por un lado, “hacer un análisis agudo, como el que se hace después de una derrota, para ver en qué ha consistido la fragilidad de un sentimiento que creíamos eterno” y, por otro, en caracterizar al enemigo “jacobino”, que ella identifica, por supuesto, con la “dictadura rusa aterrorizante”. Hay un discurso en la Unión Panamericana por la amistad entre el cristianismo protestante y el católico (clara alianza geopolítica con los primos del Norte), pero también una defensa del judaísmo en épocas de antisemitismo álgido, así como críticas a la Iglesia, reclamos por un catolicismo con sentido de justicia social, y una proclama en favor de dar voz y opción a las mujeres en relación al divorcio en América Latina.

Quizás la veta más rica de la antología aparece cuando, al tocar el tema de la creación estética, la prosa poética de Mistral se pone en acción; una escritura epigramática que, cuando piensa en la fe, se transforma en poema y que hoy se vuelve permeable tanto a la lectura devota como a interpretaciones profanas: “La línea torcida del dibujo tal vez proteste mirando hacia la recta e ignora que contribuye a la armonía así, siendo diferente y tortuosa. Somos un arabesco de Dios.”

La lectura de la Biblia para Mistral significa una formación a la vez religiosa y estética, una experiencia de purga cuya descripción no por mucho proclamar la austeridad franciscana resigna su riqueza en imágenes: “la Biblia me prestigió su condición de dardo verbal, su urgido canal de vena caliente. Ella me asqueó para toda la vida de la elegancia vana y viciosa en la escritura y me puso de bruces a beber sobre el manadero de la palabra viva, yo diría que me echó sobre un tema a aspirarle pecho a pecho el resuello vivo”. Depuración y vigorosidad son las dos caras de la verdad del verbo, incluso cuando se trata de recordar el rostro del comtista Don Juan Enrique Lagarrigue, “mitad de bonzo, mitad de letrado medioeval… conteniendo toda ella un mínimum de carne y ninguna ensambladura brutal de huesos”; perfil, este, que constituye uno de los textos más preciosos de la antología.

Toda culpa es un misterio es ecléctica como su autora, y habilita una gran variedad de entradas a la Mistral mística, filosófica y militante. Para bien o para mal, el futuro materialista que ella quería conjurar es nuestro presente (aunque ni ruso ni jacobino como temía…) y en gran medida algunos de los debates que plantea el libro resultan anacrónicos. Pero es también el anacronismo de la entrega a todo oficio que sea “campo propicio al espíritu” lo que les garantiza potencia verbal a estas páginas y las vuelve contemporáneas.

Reseña publicada en revista Ñ / Clarín - diciembre 2020

Ensayo: Carlos Busqued al borde del abismo

 Carlos Busqued al borde del abismo*

Por Emilio Jurado Naón



Tremendo acontecimiento


La aparición en Argentina, en 2009, del primer libro de Carlos Busqued demostró que aún se podía escribir una novela realista que no fuera un aburrimiento total. Esto fue así al menos para quienes leíamos literatura contemporánea con una mezcla de esperanza y escepticismo hacia la aparición de lo nuevo. El contexto de aquel entonces era muy parecido al actual, primaban en el paisaje novelístico: la primera persona onanista; una identidad confusa y consuetudinaria entre narrador y autor; la hegemonía del cotidiano costumbrista burgués y porteño; la falta de creatividad absoluta para la trama; los personajes anodinos; la corrección política, que era y es garantía de la inocuidad de la literatura; una insidiosa y prepotente naturalización del lenguaje, entendido como mero cristalino canal de transmisión, y las siempre desalentadoras condescendencia y subestimación del lector. Por el contrario, lo más novedoso se estaba dando en el terreno de la poesía y de la narrativa no realista. Entonces apareció Bajo este sol tremendo, atronador desde el título; un intruso en las aguas estancas del catálogo de Anagrama.

Hasta la historia detrás de la publicación hacía de este escritor novel un personaje intrigante: el hecho de que Bajo este sol tremendo no hubiera ganado el premio Herralde, y aun así, por mérito propio de la novela, Herralde hubiese decidido publicarla, refrendaba el dicho de que el mejor libro siempre se lleva el segundo puesto. ¿Quién ganó ese año el Herralde? Nadie se acuerda. O bien, la respuesta es más simple: lo ganó Busqued. Un concienzudo lector de Anagrama, casi un suscriptor si eso existiera, que a los 39 años termina su primera novela y logra incluirla en el catálogo de su editorial preferida. Ese es un origen posible del personaje mitológico que el propio Carlos Busqued, con el impulso que le confirió una relativa celebridad, fue construyendo para su figura de autor a base de apariciones públicas, su blog “borderline carlito” y la cuenta de Twitter “un mundo de dolor”.

Esta imagen autoral, por un lado, y, por otro, la biografía pre-Herralde, reconstruida por amistades y colegas a partir de necrológicas, fueron los aspectos más destacados luego de su muerte, a raíz de un infarto, el lunes 29 de marzo, a los 50 años de edad. Poco se ha escrito, sin embargo, sobre el valor de la corta pero más que suficiente obra de este autor (dos libros publicados: la ya mencionada opera prima y Magnetizado, de 2018). La figura de Busqued se había vuelto, al parecer, un dato que se valía por sí mismo. La propia repercusión de Bajo este sol tremendo y la tan esperada aparición del segundo libro resonaron y resuenan sin que mucha crítica se pregunte por qué su escritura repercute como repercute. Dicho de otra manera, ¿por qué son tan buenos los libros de Busqued? O bien: ¿Qué significan los libros de Busqued para el estado actual de la literatura latinoamericana? Y, en la medida de lo abarcable: ¿Qué enseñan sus libros sobre la práctica de escribir ficción?



El discurso cínico


Valgan como coordenadas de vida los siguientes datos: Carlos Sebastián Busqued nació en Presidencia Roque Sáenz Peña (Chaco, Argentina), en 1970; se graduó de ingeniero metalúrgico en la Universidad Tecnológica Nacional (UTN) Facultad Regional Córdoba, donde fue docente de ingeniería y director de Cultura y Comunicación Social; luego se mudó a la ciudad de Buenos Aires, donde trabajó en el área de Pre-prensa y Producción en la editorial de la UTN. En paralelo a su desempeño como docente en Córdoba, Busqued produjo y condujo varios programas en la radio de la Universidad: El otoño en Pekín, Vidas Ejemplares y Prisionero del Planeta Infierno, algunos de los cuales estaban dedicados asesinos en serie y “desviaciones” sexuales, entre otros temas predilectos. Colaboró con la revista El ojo con dientes y, recientemente, con el número despedida de la Cerdos & Peces. Fue también en un taller de la UTN Córdoba, coordinado por Sergio Mansur, donde empezó a vincularse con otras y otros escritores en formación, e integró el grupo literario El Círculo de la Serpiente (junto a Nelson Specchia, Alejandra Zurita, Gustavo Echeverría, Alejandro Jallaza y Leandro Aguirre). Esto último es destacable porque de la formación temprana de Busqued no se conocía mucho más que la de ser un lector devoto de escritores traducidos al castellano, como Emmanuel Carrère, Charles Bukowski y Kenzaburo Oe. En contra del lugar común de que la escritura es un arte solitario (discurso al que él mismo abonaba), el dato de que fue a un taller y formó grupo confirma que la literatura es gregaria, y que ningún escritor (ni el tan pretendidamente misántropo Carlos Busqued) se hace solo.

Mientras todo lo anterior seguía en las sombras para el público general, muy pocos sabían que un chaqueño radicado en Córdoba andaba y desandaba obsesivamente los fragmentos de una novela con la intención de sacarse de sí, como dice en una entrevista, “un clima que tenía adentro”. Una vez lanzada, Bajo este sol tremendo sonó como un cascotazo en las aguas estancas de la novela realista latinoamericana. O más bien habría que hablar de disparos a repetición; tantas y tan tremendas son las variables que Busqued hizo coincidir en su primer libro (como se dice en criollo, puso toda la carne al asador). Están los documentales de calamares gigantes; está el video snuff en el que cinco alemanes le meten un bate de béisbol en el ano a una anciana; está el aire “espeso y con olor a una mezcla de porro, esperma y jabón” en el sótano donde Duarte secuestra personas para cobrar el rescate; están los insectos gigantes y el barro de Lapachito (ambos venenosos); está el cebú fugado de un matadero al que un camión le quiebra la columna; están los dogos violentos que terminan siendo sacrificados de un disparo; están los elefantes enloquecidos a base de descargas eléctricas. Pero, como trasfondo de esta serie de figuras y escenas ominosas, la red que sostiene el “clima” de Bajo este sol tremendo es la convicción de que el odio y el resentimiento son un combustible precioso, incluso necesario, para la ficción.

Porque resulta insondable la psicología del autor, pero, sobre todo, porque carece de importancia para el análisis estético, la pregunta acerca de qué resiente, qué odia la novela de Busqued debe ser respondida estrictamente en términos narrativos. Y es un personaje el que condensa el gran enemigo de Bajo este sol tremendo: Duarte y el cinismo criminal del neoliberalismo en las republiquetas del sur. Este suboficial retirado de la fuerza aérea que trafica herencias, certificados de discapacidad, drogas y personas con la misma naturalidad se mueve como un anfibio entre el vecindario de Lapachito y la burocracia castrense. La construcción de Duarte como personaje es ejemplar no solo por su potencia, sino principalmente por la manera paulatina en que los rasgos de su carácter se van definiendo hacia lo más oscuro.

El arco que une los “dientes podridos [con los] que sonreía como en una propaganda de dentífrico del infierno” y la colección de pornografía hardcore con los planes de secuestro, violación y asesinato que Duarte efectúa con la frialdad de un molusco está eregido sobre un trasfondo histórico y político que lo determina: las desapariciones forzadas y los crímenes de lesa humanidad cometidos por la última dictadura cívico-militar en la Argentina. Este contexto es, a la vez y paradójicamente, lo más terrible y lo menos explícito del texto; aparece por fragmentos y alusiones, o en el registro testimonial de un archivo fotográfico en la casa de Duarte:


Eran las típicas fotos de registro de instalaciones y equipamiento: calabozos, camionetas, una sala de reunión. Eran fotos de operativos rurales, con la mayoría de los milicos vestidos de civil. En una, de fondo se veía una camioneta cosida a balazos. Entre el guardabarros y el comienzo de la caja, que era la porción que se veía, Danielito contó nueve agujeros de un calibre muy grueso. Su padre estaba en cuclillas, descansando sobre la rodilla el brazo derecho con la pistola (la misma pistola con la que él acababa de matar a los perros) en la mano. A su lado había tres personas acostadas, cuyas caras habían sido tapadas con líquido corrector. La última había sido sacada evidentemente de noche: una escena congelada en el fogonazo del flash. De vuelta estaban en el Skymaster. La puerta removida permitía ver el interior del avión. Su padre estaba serio en el asiento del piloto, chequeando los instrumentos. En el asiento de atrás, Duarte miraba a cámara pero sin posar, como si lo hubieran llamado antes de apretar el obturador.


Milicos de civil, una avioneta sin puerta, rostros borrados con corrector líquido (más las tareas en la selva tucumana a las que alude Duarte unas páginas atrás) son más que suficientes para traer a la memoria los crímenes y criminales de lesa humanidad aún sin juzgar, y los cuerpos de personas que quedan aún sin aparecer. Las tramas de la dictadura, los desaparecidos, la apropiación de hijos, la guerra de Malvinas, no son ajenas a la novela contemporánea; pero sí resulta innovadora la aparición de este trasfondo en una novela cuyas primeras páginas, entre el humo de porro, los sánguches de miga y los documentales de Discovery Channel, parecen apuntar hacia otro lado. De manera lateral pero efectiva (o efectiva gracias a esa lateralidad), la primera novela de Busqued puso la mira, mediante la configuración de Duarte como su personaje estrella, en elementos de la realidad presente que muchas veces, de manera consciente o no, se dan por pasados. 

Por supuesto, como se trata de literatura y no de sociología, el material que funge historia con ficción es uno de índole verbal; artificio que, en el caso de la escritura de Busqued, se apuntala en imágenes, acciones y, sobre todo, frases. A través de los parlamentos de Duarte habla el discurso cínico del neoliberalismo (al que Busqued define como “un agujero en el alma”). El autor dice en varias entrevistas que fue una frase que escuchó por ahí la que le permitió terminar de armarse el personaje de Duarte; una frase que, incorporada a la novela, funciona como el clímax del cinismo, referida a las torturas que sufría una elefanta en el circo para que aprendiera a “bailar”. Una persona dispuesta a infringir el mayor dolor posible, pero del que jamás se haría responsable: 


Me encanta, me la llevaría a mi casa. Y sabés qué hago: le doy máquina, la cago a palos todos los días. Hasta que llegue la noche en que no aguante más, como los elefantes esos de la India.

Y usted dice que a ver si el bicho va y algún día le toca la puerta.

Ha, ha, sí, sí –dijo Duarte–. Lo mismo ésta ya no le golpea la puerta a nadie.

Y si eso pasa –preguntó el otro–, si va y le toca la puerta, ¿usted le abre?

Duarte soltó una risita.

No, claro, hehe. Ni en pedo. Nunca. Estás loco vos.


         Un raro entre los raros


Dejar hablar al enemigo, y encontrar en ese habla una riqueza verbal que permita construir un gran personaje y, al mismo tiempo, definir un discurso gravitante de la época es la línea más interesante (y con el trazo más fino) de Bajo este sol tremendo. Leída en ese sentido, también conduce naturalmente al tan esperado segundo libro de Busqued, Magnetizado, en el que “dejar hablar” vuelve a ser la consigna para la construcción de un personaje. Ya no un representante del mal que se esconde en lo cotidiano, sino, muy al contrario, una reconstrucción biográfica que le devuelva la subjetividad a una persona que siempre ha sido tenida por monstruo.

La historia no era tan conocida hasta que la publicación de Magnetizado la volvió a poner en agenda por unos meses: en 1982, Ricardo Melogno, armado con un revólver que le había dado su padre para su seguridad, mató a cuatro taxistas sin motivo alguno (tres en el barrio porteño de Mataderos y uno a pocas cuadras de distancia, pero ya del otro lado del límite con la provincia de Buenos Aires). El asesino tenía 20 años y, desde que fue arrestado hasta la actualidad, pasó su vida dentro de instituciones psiquiátricas y carcelarias. Es irónico que la libertad de Melogno, cuya personalidad ha sido catalogada como limítrofe (borderline), esté en entredicho por un conflicto de límites jurisdiccionales: “–En Capital soy inimputable, no comprendo mis actos. En Provincia comprendo y, en consecuencia, soy responsable de mis actos. Premio Nobel de psiquiatría para la justicia de Provincia, que tiene el remedio para la locura: la avenida General Paz”, explica el propio Ricardo Melogno, con un sentido del humor envidiable, en algún momento de las más de noventa horas de conversación con Carlos Busqued.

Este diálogo, que en principio habría surgido por una recomendación del equipo de psiquiatría como herramienta para que Melogno pudiera reconstruir su historia (ya que, del momento de los asesinatos, él solo tenía recuerdos difusos y entremezclados con la información adquirida por peritos y jueces), encuentra en Busqued una escucha atenta y un concienzudo artesano del texto. No solo es evidente que, por su afinidad a este tipo de casos, es el escriba ideal para contar, en primera persona, la historia del asesino serial más raro de la Argentina (raro dentro de los raros, ya que cometió cuatro asesinatos en un mes y se detuvo); sino que, además, Busqued se preocupa por editar la transcripción de las charlas y realizar un montaje que colabore en función de un objetivo claro y explícito, que aparece hacia el final del libro en palabras de Melogno:


La única expectativa que tengo, la única deuda trascendental, es ser una persona. Yo fui cucaracha. Y después un monstruo. Y después un preso. Me gustaría ser una persona. O sea, no ocultar lo que fui, pero… ser una persona común. Cuanto más pueda desaparecer entre la gente, mejor. 


Esta función ética y política de Magnetizado es singular (por el caso que trata) pero no nueva. Tampoco lo es la técnica que desarrolla, que rápidamente se puede asociar a la escritura de Rodolfo Walsh o Manuel Puig, como referentes locales eximios que han trabajado con la tecnología disponible (el grabador) que permite un corrimiento tanto del narrador como del autor para dar espacio a la voz de los otros marginados. El cut-up de notas periodísticas e informes psiquiátricos al comienzo del libro son otro recurso muy efectivo para enmarcar la biografía de Melogno, hablada por los medios y las instituciones, antes de que él dé su testimonio. Pero, insisto, no hay innovación en estos gestos; a lo sumo, una vuelta a una tradición muy importante de la literatura latinoamericana con un aire renovado (que no deja de ser interesante) por las asociaciones leves con la así llamada “escritura no creativa” abocada, claro, al testimonio.

Lo más destacable de Magnetizado es lo que se puede sospechar de cálculo en relación al, por momentos, tirano sistema editorial y mediático que, en el caso de Busqued, le exigía una segunda novela para ser escritor. Como si conBajo este sol tremendo no alcanzara, debía publicar más. La aparición de la charla con un convicto (producto, casi, de un trabajo social más que de una investigación novelística), en la que prácticamente no hay narrador, lejos está de la apariencia de una segunda novela. Y está lejos de la forma de una novela también, ya que, cuando Melogno deja de hablar y el micrófono se apaga, apenas está construido el personaje de una trama que terminó antes de comenzar. Nuevamente, y leído en términos de literatura conceptual, todo lo anterior, aunque no es suficiente para armar una novela, es perfecto para un artefacto verbal que no responde a ningún género establecido. 

Como en su antecesor, Magnetizado presenta dos niveles fundamentales en su factura que, no solo son poco frecuentes en la actualidad, sino que se vuelven preciosos a la hora de seguir pensando la práctica de la escritura: la conciencia histórica y la conciencia formal.

El breve paso de Ricardo Melogno por el Servicio Militar Obligatorio, donde aprendió a disparar y a armar un fusil con los ojos vendados; su coincidencia con la guerra de Malvinas, en la que no combate por estar sujeto a juicio sumario; el hecho de que, en el período de los asesinatos, fue visto por sus vecinos vistiendo uniforme militar (todo esto en época de dictadura); son viñetas que el texto, sin agregar interpretaciones, administra de manera tal que reconstruye el contexto histórico y crea sentidos por yuxtaposición al relato de la vida del protagonista. Hacia el final del libro, la psiquiatra entrevistada ensaya algunas hipótesis al respecto, que señalan la posibilidad de que el servicio militar, en la experiencia de Melogno, haya funcionado como contención y garantía de orden, pero luego, al volver a su vida civil, el contraste con la falta de un orden externo haya colaborado con el brote psicótico que condujo a los cuatro crímenes. Magnetizado tiene mucho de relato policial; es, como acota el propio Busqued en una de las últimas secciones del libro, un “crimen sin resolver” en el que “el asesino está preso, están claros el dónde, el cuándo, el cómo, el quién, pero falta el por qué”. No es directa ni enfatizada la relación entre dictadura militar y asesino serial, pero resulta destacable el continuo contrapunto con el contexto social e histórico. Busqued no deja de lado esta dimensión sustancial como podría haber hecho cualquier otro novelista sensacionalista en que hubiese caído la tarea de retratar a un “psicópata” –sinónimo, cuando lo cuenta Hollywood, del mal absoluto, atemporal, inefable e individual.

La consciencia formal, lo que hace que Magnetizado no sea una simple transcripción, no reside solo en la selección y el montaje, sino principalmente en la sutil y única aparición del narrador, al final del libro, en el capítulo “Electricidad y magnetismo”. Este gesto u operación quirúrgica supone una lectura precisa sobre el material con el que trabaja (el relato de la vida de Melogno), el objetivo y la ética con la que se encara Magnetizado. En virtud de ocupar el punto ciego del relato, Busqued echó mano a un dibujo de M.C. Escher, “Galería de grabados”, cuyo centro, como la memoria de Melogno, está ocupado por un círculo en blanco de contorno difuso. El artista holandés puso su firma en ese punto ciego; pero hace unos años unos matemáticos completaron lo que Escher había dejado sin dibujar, y el resultado fue una puesta en abismo o efecto Droste, en la que la galería de grabados y la ciudad que la contiene se continúan una dentro de la otra hasta el infinito. La traducción a texto y en clave magnetizada dice así:


Desde el espejo retrovisor, unos ojos extraños lo miran fijamente y de manera muy intensa.

Mientras dura congelado el instante, se produce una correspondencia entre esas dos miradas. En la película acuosa que recubre los ojos que miran desde el espejo, se refleja convexa y oscuramente el interior del taxi. En particular, chiquito sobre el centro de las pupilas, se puede ver el rostro del joven pasajero que mira hipnotizado hacia el retrovisor, como un ciervo que es iluminado por un reflector que se enciende interrumpiendo la oscuridad de la noche. Si se pudiera hacer un zoom a las pupilas de ese rostro, se verían reflejados otra vez los ojos que miran desde el espejo retrovisor. Adentro de esos ojos, nuevamente el rostro del joven, y así sucesivamente: una imagen dentro de otra imagen, una continuidad de reflejos que se enfrentan. La realidad misma volviéndose cada vez más chica.


La apropiación de este recurso le permite a Busqued, con la súbita aparición de un narrador, reconstruir el primer asesinato de un taxista y subsanar el espacio vacío en la “trama” con una puesta en abismo en la psiquis de Ricardo Melogno, cuya noción de realidad se jibariza a pasos acelerados. Solucionar una falta con la profundización de esa carencia: herramienta a considerar, propia de una estética singular y bien nuestra, del arte en las periferias.



Morir justo a tiempo


Carlos Busqued no necesita más libros que sus dos libros publicados para ser un escritor singular. De hecho, ya con Bajo este sol tremendo habría sido suficiente. No parecía estar ajeno al gran problema de todo novelista: ¿Qué publicar después? Angustia que es tan inocua como real. Y que cada escritor o escritora resuelve a su manera. En el caso de Busqued, se resolvió así, con una muerte temprana. Temprana para la persona, pero no para el autor. Quedan sus dos libros y, seguramente, lo que se rescate de una novela inédita sobre criptonazis en Córdoba –de la cual, adivino, forma parte la entrevista, acaso ficcional, “Jim Jones en la puerta de tu casa con un mono en la mano”, que salió publicada en la Cerdos & Peces Nº 60.

No me refiero a leyendas ni mitos ni a la ya tan aburrida figura del escritor maldito. Muy al contrario, Carlos Busqued era una persona corriente (gran conversador y muy amable, hay que decirlo) que escribió dos libros muy buenos, que cualquier lector o lectora más o menos curioso puede disfrutar y de los que cualquier escritor o escritora con ansias de pensar la práctica literaria puede aprender mucho.


* Este ensayo fue publicado por primera vez en la Revista Casa de las Américas, # 302-303 – enero-junio 2021, pp. 162-169. Y luego reeditada en el blog Palabras Amarillas.


Reseña: Berisso, 1928, de Daniel Samoilovich

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