Un cirujeo de textos e imágenes
Pervirtiendo a Alberdi, se podría decir que el mal que aqueja a la literatura argentina es la solemnidad. Pero el proyecto poético que Sebastián Bianchi viene elaborando desde hace algunas décadas constituye una trituradora de la altisonancia argentina, una podadora del pasto solemne. Sus textos, de apariencia simple pero extraño funcionamiento, son una máquina de reírse; y las carcajadas de un autómata siempre generan una sensación de inquietud, aunque la acompañemos, nosotros también, en la risa.
Pequeño Arandela, reedición abreviada del Manual Arandela de 2009, se presenta como un buen paneo para quien no haya leído antes a Bianchi. El compendio incluye un manual de gramática para aprender castellano (o cursos de vocablo Padua y Moreno-Villa Gesell, a precios más económicos); una “Introducción a la poesía”, con ejemplos nacionales e internacionales, modernos y clásicos; un estudio sobre la mecánica seguida de la presentación de algunas máquinas poéticas del medioevo; noticias, publicidades y solicitadas; gráficos, afiches y cuadros conceptuales sacados de contexto, y también una colección de diccionarios argentinos, en cuyos “sentidos tangenciales y de palabras con mala prensa encontramos definiciones que no se fijan a nada pero que pasan por varios [objetos] diferentes y distintos, dejando lo que sería un hilo de baba a modo de puente entre los signos”.
Para quienes ya hayan leído o visto las piezas de Bianchi, en cambio, la selección de Pequeño Arandela privilegia la lectura de su proyecto desde una perspectiva histórico-social. Porque, si bien los poemas de Bianchi se pasean por los barrios del arte conceptual, la escritura no creativa e incluso el casco histórico del dadaísmo, poco tienen que ver con la usual atemporalidad de aquellos célebres modelos. Al contrario, las preguntas acerca de qué sería escribir en un castellano argentino o cómo sería un arte latinoamericano preceden a cada movimiento de sus textos e imágenes: “No nos parece nada bien –a mí y a este que escribe y a todos los que escriben por mí– que se hable sin más de 'poesía de los argentinos' o de 'ese argentino tiene poesía', como si hubiese una poesía que, tras de volverse plastilina sintáctica, se acomodara en el molde del genitivo, acompañando al gentilicio mágico”, reflexiona en un ensayo estético, páginas antes de incluir a Holmberg, Bioy Casares y Cortázar en una breve enciclopedia literaria de la mecánica, a la par de Descartes, Shelley y Hawthorne. Tanto por su forma como por la red de referencias que despliega, la escritura de Bianchi sabe dónde está parada; se ocupa del lugar y tiempo de su poesía, aunque sólo sea para parodiar los mismos interrogantes.
Híbrido entre acumulador y erudito (víctima del “Síndrome de Diógenes”, en una referencia literal al sabio presocrático), Sebastián Bianchi cirujea en los baldíos de la cultura, en donde lo pretendidamente alto no se diferencia de lo pretendidamente popular, y rescata cascotes de la comunicación verbal y gráfica para modificarlos, reinventarlos o apenas encontrarles un lugar distinto. Hace poco Francisco Garamona afirmaba que César Aira era el último surrealista. En la misma línea, no sería arriesgado pensar en Sebastián Bianchi como el único dadaísta que queda en estas pampas, ya que, mientras la novela aireana se nutre del relato de las vanguardias, las piezas textuales de Bianchi aparecen como su correlato puro y duro: un bazar de objetos verbales y visuales, puestos en repisas, lustrados con desinterés.
---
Salió publicada en Ñ (10/04/2019) con el título "Para triturar la solemnidad argentina"
No hay comentarios.:
Publicar un comentario