Reseña: Otoño alemán, de Liliana Villanueva

Otoño alemán, de Liliana Villanueva (Blatt&Ríos, 2019)

Berlín entre fronteras estéticas

En los treinta años que pasaron desde la caída del Muro de Berlín, han cambiado en el mundo muchas más cosas, y más importantes, que la técnica de dibujo a mano para los planos edilicios. Sin embargo, después de leer Otoño alemán, de Liliana Villanueva, queda la impresión de que la arquitectura (las minucias técnicas y los roces sociales del oficio; sus avatares y las ventajas que ofrece) constituye la disciplina predilecta, si no la única posible, para procesar la experiencia de la reunificación alemana, símbolo de un cambio de época a nivel global.

“¡Prendé el televisor y mirá lo que está pasando! ¡El mundo está cambiando a pocas cuadras de tu casa!”, le dice por teléfono su novio alemán a la cronista veinteañera, argentina de nacimiento que, apenas recibida de arquitecta, se radica en Berlín Occidental para trabajar en un estudio prestigioso. Y la conjunción de lugar y momento preciso, en noviembre de 1989, son apenas algunas de las coordenadas que, junto con el dominio del idioma, una personalidad afable, contactos personales, disponibilidad de tiempo y (podría adivinar el lector) cierta facilidad económica, configuran un personaje de cronista privilegiada para narrar la época. Aunque no está a la zaga de primicias, la reconstrucción que lleva adelante Villanueva es la de una ciudad-prisma. Porque visita ambos hemisferios de Berlín (y de las dos Alemanias) antes y después de la caída del muro, pero sobre todo porque lo hace a partir doble juego del ojo (puesto en el detalle urbano: “Las autopistas de la RDA eran de asfalto de mala calidad, en gran parte hechas con placas de cemento prefabricadas con juntas de un material flexible que se resecaba y se estropeaba con el cambio de clima hasta desprenderse con el paso de los autos y el peso de los camiones arrastrando pedazos enteros de hormigonado asfáltico”) y el oído (estimulado por una imaginación que trabaja en el tráfico de sentidos de un idioma a otro: “¿Cómo puede la guerra ser un sustantivo masculino? La guerra está representada para mí por una madre que sufre, pero cuando escucho la misma palabra en alemán, der Krieg, pienso en un soldado que cae en batalla en un campo helado”).

Villanueva es consciente de los riesgos que implica su tema, como lo evidencia la “Breve lista de lugares comunes” un modo inteligente de incorporar al relato (y, a la vez, deshacerse de) las abundantes frases cristalizadas acerca del significado del muro de Berlín. La propia cronista se ve tentada por algunos clichés liberales sobre el socialismo, el carácter “hermético y cerrado del Bloque del Este, que también era Europa pero en otros tiempos, como perdida en el tiempo” y su “pueblo dormido, país anestesiado”, pero por momentos consigue contradecir la propia ideología y abrir el juego del punto de vista único mediante artilugios narrativos que enriquecen el relato: “Nuestros pasajeros parecían tan abiertos comparados con la gente en ocasiones hermética que habíamos encontrado aquella semana en el Este, se comportaban de una manera tan naturalmente cosmopolita que no se nos pasó por la cabeza que pudieran ser orientales”.

Suerte de cuaderno de viaje potenciado, Otoño alemán consigue extraer un plusvalor de las vivencias ocurridas treinta años atrás gracias a un muy buen manejo de la escena como condensador narrativo (que desarrollan un complejo de tensiones a partir de una situación específica o incluso de una imagen, como las paralelas blancas trazadas sobre un plano) y la colección de anécdotas y personajes curiosos. En un contexto en el que el testimonio de primera mano y la estética de lo inmediato amenazan con fumigar los matices de la ficción, Liliana Villanueva aborda una serie de situaciones del pasado sin abandonar el campo de la crónica y la autobiografía, pero esgrimiendo estrategias narrativas propias de la novela.

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Publicado en Ñ / Clarín (29-12-2019)

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