Reseña: Degenerado, de Ariana Harwicz

Degenerado, de Ariana Harwicz (Anagrama, 2019)

Entre la libertad y el discurso del odio

Degenerado es la cuarta novela de Ariana Harwicz y, ya desde el título, propone ciertas continuidades y divergencias en su trayectoria. La enunciación de una patología (o de un juicio moral, según cómo se lo mire) que caracteriza desde el vamos a la voz narrativa emparenta este nuevo título con las anteriores Precoz y La débil mental, a lo que se suman el monólogo interior verborrágico, el fraseo caótico y no lineal, la apuesta por construir imágenes intensas y el protagonismo de los cuerpos desde su perfil más abyecto como características en común de lo que a esta altura ya constituye un estilo de autor. La principal novedad de Degenerado no es menor, sin embargo, y consiste, como señala Harwicz en varias entrevistas, en asumir, después de una sucesión de tres narradoras femeninas, el desafío de virar el eje y articular el texto a partir de una voz masculina.

Desde la primera frase (“La mente es como un trineo inmundo que nos arrastra por malos caminos dejando huellas parra que nos atrapen, callate y decí por qué la manoseaste, por qué la infiltraste en tu casa para enseñarle sobre las aves y las abejas”), la voz que reflexiona, recuerda, se defiende, incorpora o ataca las alocuciones de sus acusadores es la de un anciano francés, presunto pedófilo, que recorre la parábola completa del escrache público, la captura, el juicio y la condena, a lo largo de la cual aprovecha para despotricar contra la moral burguesa y la hipocresía de un sistema que, afirma, lo usa como chivo expiatorio de su propia decadencia. "Ahora el sexo desviado es el gran enemigo porque rechaza al sistema"; "a veces el que parece pederasta de base es un necesitado, un ignorante, un ruinoso"; "voy a lanzar a la tribuna que hay que animarse a pensar menos en el violador como un monstruo y más en el acusador como un experto ventrílocuo" son algunas de las invectivas que el narrador de Harwicz enarbola mientras adopta una postura a caballo entre el malditismo, la incorrección política y la disidencia.

Por momentos, el envión verbal de Degenerado parece conformarse apenas con una reedición del ya clásico gesto de “espantar al burgués” (las loas indistintas a Stalin y Videla dan cuenta de un efectismo que no se preocupa mucho por construir una postura verosímil del personaje, sino que funcionan más bien como hashtags para una provocación a la norma biempensante en esta y aquella orilla del Atlántico); por el contrario, la novela tiene pasajes más orgánicos, en los que se afirma la apuesta (deudora de Beckett, tal vez) de seguir adelante sin importar los obstáculos ni las contradicciones. Antes bien, el narrador impugna la restricción educada del buen decir ("hablar es una cuestión de rigor, hay que reprimir, hay que guardarse, hay que ajustar el cinto de las palabras, gobernar el timón, seleccionar lo que se piensa y tener el coraje de descartar cada palabra que no sea justa") y solo busca, en su infatigable verborrea, "seguir un razonamiento hasta el final".

En esta puesta teatral de uno solo hombre (que cada tanto filtra las acusaciones de inmoralidad con las que lo acosan los miembros normales de la buena sociedad), lo menos interesante resulta ser la construcción misma de la escena de juicio, que, aunque fragmentaria, se aferra de todas maneras a un concepto explicativo de la situación, que busca esclarecer, muy a pesar de la novela (y quizá por miedo a que el lector distraído pierda la moraleja) los “datos duros” de la trama. Lo mejor, en cambio, son la potencia de la frase (con apotegmas filosos: "Los lazos familiares son un problema mental") y de la imagen (“al señor esposo le gustaba meter los dedos en el sexo de sus cerdas, revolverlos ahí, estimularlas, chupetearlas y tener idilios anales con su mujer en el fango al mismo tiempo”), que cada tanto se destacan en el flujo verbal. La libertad, si no libertinaje, en las torceduras de la sintaxis, cuando aparece, se vuelve también una de las apuestas más interesantes de Harwicz (“Palillo jugoso, arma oxidada, pato contagiado tengo de pelotas yo. Yo me escaqueé. Yo me tabarreé. Alrededor de la medianoche y gira y nunca se salda”), aunque queden algo deslucidas por la heterogeneidad léxica que entremezcla términos ibéricos con argentinismos (sospecha de mala mano editora o aspiración autoral de mojar, de vuelta, un poco en cada continente) y resta carácter a la voz de su degenerado.

Cabría preguntarse, finalmente, si la puesta en escena de un personaje abyecto, pretendidamente inmoral y anormal (según el modelo hegemónico) no abona, paradójicamente, al pensamiento moralista sobre la literatura. En definitiva, lo más desafiante de la narrativa de Harwicz viene por el lado de la sintaxis, mientras que la trama, el tema y el título se diluyen en la intención de un golpe de efecto. Por otro lado, en un contexto en que el racismo, la misoginia y el fascismo se sientan en el sillón presidencial de países como Estados Unidos y Brasil para twittear sus resoluciones de gobierno, el discurso de Degenerado pierde todo el atisbo de marginalidad o disidencia que su narrador puja por representar. Cuál sería la novedad o el interés de impostar ese discurso del odio cuando es una pesadilla que detenta el micrófono a diario, tanto en medios masivos como en redes sociales, no queda en claro; y, en cambio, abre la pregunta acerca de si no sería más desafiante, tanto para el lector medio como para la narrativa contemporánea, trabajar en la trama de una ideología alternativa: ni la hipocresía socialdemócrata ni el nuevo fascismo de libremercado.

Publicado en La Capital (05-01-2020): https://www.lacapital.com.ar/cultura-y-libros/entre-la-libertad-y-el-discurso-del-odio-n2554124.html

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