Devoto, de Javier Fernández Paupy
En una actualidad mediatizada que aparenta estar al tanto de todo lo que sucede en cada rincón del planeta, es probable que el genio de una crónica dependa menos de la elección de un objeto que de su correcta delimitación. Temas, personas, lugares, acontecimientos sobran y ya han sido abordados, potencialmente, todos. Las posibilidades de recorte, en cambio, son infinitas, y Javier Fernández Paupy maneja la trincheta del lenguaje con habilidad. “Cuando recibí el correo que confirmaba la suplencia me alegré. Necesitaba el dinero. Además, nunca había dado clases en un penal y me entusiasmaba la posibilidad de conocer Devoto por dentro”; así empieza Devoto, señalando una motivación principal del cronista, económica, y otra secundaria, que será en definitiva la que motorice el ojo intra muros, hasta donde se le permita llegar. Porque, así como la suplencia en el CUD delimita la experiencia en su duración, la institución, con sus normas específicas para los docentes de guardapolvo blanco, condiciona los espacios que el cronista podrá, o no, recorrer.
Una vez planteadas estas fronteras, Fernández Paupy recolecta postales visuales del edificio y fragmentos de discursos que intervienen los pasillos, objetos y personas: “alguien había escrito en fibra negra: REAL HASTA LA MUERTE”; “desde una de las ventanas enrejadas del penal, extendieron una bandera que decía: LA RESOCIALIZACIÓN NO EXISTE”; “en el brazo izquierdo, una luna y un sol. Adentro del sol decía YONI”. Así también, el cronista sintoniza y transcribe la lengua de quienes habitan el presidio (los presos, pero también guardias y funcionarios del departamento educativo). El lenguaje oral, cual llave maestra, permite al cronista y al lector ampliar el alcance de lo que pueden conocer de Devoto: con el relato de los internos nos llega el hálito de los pabellones, los distintos ranchos en que se organizan, el patio, los intercambios de mercadería de una ventana a otra, el comedor, las zonas de visita, los camiones de traslado a otras cárceles del país.
En la conversación con los presos, además de la jerga tumbera, aparece un saber específico relacionado a la burocracia penitenciaria y judicial: habeas corpus, carátulas de expedientes, la distinción entre estar procesado y condenado. La escuela, los internos coinciden, es una forma de “ser mejor persona”, pero forma parte, al mismo tiempo, de la estrategia para hacer buena conducta, sumar puntos y aliviar meses o años de reclusión. Y aunque Devoto pone de relieve la curiosidad antropológica (Fernández Paupy indaga en hábitos de consumo, historias de vida, usos y costumbres del penal), los protagonistas inquieren con la misma avidez al autor, acerca de la vida del otro lado de los muros (“Quizás, cualquier preso considere, en lo más profundo de su ser, que los que no están presos viven en otro planeta”). La literatura, objeto en sí de las clases, está presente en el intercambio del aula, pero difuminada; es menos un material de la crónica que un pivot sobre el cual rota y se dinamiza el discurso de los estudiantes: “leímos un relato muy breve sobre un gato y un ratón. Era una alegoría. Al final, el gato se comía al ratón. El tema, según Alejandro, era la desesperación de tener que conseguir una alternativa para algo imposible”. La exégesis de fábulas, cuentos y poemas por parte de los presos hace proliferar sentidos y expande, en el imaginario de la conversación, los sentidos de la experiencia carcelaria.
El final de Devoto, casi como coda, transpone el límite que se había impuesto. Fernández Paupy sigue en comunicación, por Facebook, con uno de los estudiantes. A pocos meses de obtener su libertad, Fabio le pide un par de zapatillas, plata o mercadería; el profesor accede solo a acompañar con la charla. Y entonces el contacto con Devoto se prolonga un tiempo más, con retazos de fotos, textos y audios que permiten ver y saber algo más de la vida en los pabellones hasta que, de repente, se corta.
Publicada en revista Ñ en diciembre de 2023
Devoto, de Javier Fernández Paupy
Mansalva
2023
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