Lupa de la inmersión, de Daniel Durand

Hay cierta tendencia contemporánea que concibe al libro de poesía, antes que una colección de poemas sueltos, como un todo conceptual recorrido por un hilo conductor más o menos reconocible. Luego de Segovia y El cielo de Boedo, quizás sus dos títulos más encumbrados, Daniel Durand ha pasado a escribir muy buenos poemas que, ocasionalmente, sin apuro pero sin pausa, selecciona para alguna publicación. Quizás nunca dejó de escribir muy buenos poemas y la observación anterior sea pretenciosa por demás, pero el hecho es que su reciente Lupa de la inmersión (título que juega, paronomasia mediante, a mimetizarse con su previo Ruta de la inversión) se presenta desde el vamos como una selección de poemas breves escritos durante los últimos quince años.

¿Qué paso en esos quince años? Acaso el viaje del poeta entrerriano a Filipinas y su vuelta al barrio porteño de Boedo, los sucesos políticos, económicos y artísticos acaecidos, y la pandemia como condensación dramática de todo lo anterior (es decir, variables tanto personales como sociales), aunque están presentes como trasfondo, no sean determinantes para la lectura de Lupa de la inmersión. Pero la dimensión temporal, el período de tiempo que Durand señala en el prólogo, sí se condicen con un carácter que atraviesa todo el libro: el contexto ha cambiado.

La contratapa ya lo advierte: “las fotos consumen toda la energía/ para su almacenamiento y existencia./ Nuestras fotos nos están aniquilando”; lo cual invita a leer la colección desde una oposición a la fugacidad estéril del consumo cultural actual. Esa banalidad con la que se aborda la experiencia creativa y que encuentra una representación sarcástica en el poema “De la naturaleza contemporánea” al parangonar la inconstancia del clima y de las artes amatorias con la nueva indolencia de los hábitos literarios: “De los libros que leía rara vez pasaba/ de la décima página, generalmente/ lo dejaba en la segunda o tercera. (...) Cuando escribía solía dejar/ los poemas por la mitad y terminarlos/ con un exabrupto del tipo: ‘el poema ahora lo escriben las estrellas’” Esta ética que prioriza el “humo congelado de los versos” y que puede afirmar, entre el chiste y la severidad, “mis poemas son solo diseño/ en eso me empeño”, aborrece de la belleza líquida de los celulares (“Cansado de ver fotos geniales/ en todas las pantallas, cierro los ojos:”) y la límpida falta de riesgo en la comunicación gráfica (“Uniformidad, nitidez y encanto/ no hay valentía en la tipografía”). A la obsolescencia programada de la cultura del consumo, los poemas de Durand oponen la traducción de un instante en una artesanía verbal, cuya materia prima puede ser tan variada como el hardware de una CPU hecha chatarra, el chamullo minimalista de un levante por chat, un collar de piedras preciosas extraído del inodoro, una atardecer de invierno adentro del auto o una banana vuelta “antorcha vegetal” en las manos de un hijo.

Versátil y sobradora, la serie de poemas que reúne Lupa de la inmersión no presenta una novedad en la escritura de Daniel Durand. Son poemas perfectos, que el autor, en un ejercicio de autocategorización, ubica entre las influencias de Li Po y William Carlos Williams (a las que se agregan versiones osadas del poeta chino contemporáneo Han Dong) y cuya novedad radica menos en la apuesta individual que en la perspectiva con la que se presenta el conjunto en relación a un destinatario inespecífico. “Estos poemas están dirigidos a un público general”, dice el prólogo, “al seleccionarlos pensé en la gente que no escribe, y que no tiene una preocupación poética permanente, sino ocasional”. Siguiendo esta línea, Lupa de la inmersión da cátedra de poesía (de la confección del poema breve y algunas de sus posibilidades ya ensayadas), le disputa al mundo hipermediatizado los conceptos de imagen y fugacidad con el fin de conservarlos en tanto valores literarios y apunta, presumiblemente, en un tiro por elevación, a cosechar nuevos lectores.



Publicado en revista Ñ el 24 de julio de 2023



Lupa de la inmersión, de Daniel Durand

Caleta Olivia, 2023

Una corona de rosas, de Elizabeth Taylor

Tres mujeres en una casa de verano transitan momentos distintos de la vida, el afecto y la sexualidad. Si la lectura de Una corona de rosas (1949), de Elizabeth Taylor, resulta anacrónica hoy en día, es menos por el asunto que por el modo de narrarlo.

Camilla y Liz son amigas desde que se conocieron de jóvenes en Suiza, donde estudiaban; Frances, más mayor, fue institutriz de Liz, y las recibe, con cariñosa hosquedad, en la quinta a la que se ha retirado a pintar. A cada amiga le corresponde, en el sistema de la novela, un hombre: Liz se casó con un párroco, con quien acaba de tener un hijo y por quien se siente ignorada de plano; Frances tiene una relación por correspondencia con su mayor cliente, un coleccionista torpe, bonachón, que acude al campo a conocer la obra postrera de la artista que admira; Camilla, soltera y dueña de un pánico al sexo opuesto que se traduce en soberbia, conoce en el viaje en tren a un sujeto dudoso del que queda prendada luego presenciar juntos un suicidio. El cívico aprecio a la cultura, la correcta instrucción, el arte de la conversación en situaciones sociales, la preocupación por los otros no desprovista de un grado de distanciamiento afectivo muy británico caracterizan a estos personajes que, moviéndose a la manera de actrices y actores sobre las tablas, entran y salen, dicen cosas ingeniosas, se lamentan. Un manto ominoso se cierne sobre todos ellos, pero la tragedia no es victoriana, y solo un personaje, el más endeble, será fulminado. La vida seguirá, presumiblemente lábil e intrascendente, para los demás.

El de Taylor es un realismo apegado a las cosas y a la desenvoltura elocuente de la frase (traducida con elegancia al castellano en este volumen) que se aleja del modernista flujo de conciencia magistralmente enarbolado por su antecesora Virginia Woolf, pero también de la precisión irónica de su contemporáneo J. R. Ackerley. La comparación siempre es odiosa, pero invita a pensar por qué, siendo la prosa de Taylor tan buena, efectiva, gozosa, su novela finalmente sabe a poco.

No es suficiente la distancia epocal y cultural, porque, bien articulados en una novela, la neurosis burguesa de posguerra, los tímidos avances del laborismo y un feminismo blanco de buenas maneras en una sociedad puritana, la crisis de la familia inglesa y el diletantismo en condiciones materiales armónicas, no tienen por qué ser necesariamente indiferentes a un lector latinoamericano promedio. Es su obsesión con la psicología de los personajes, que pide más de lo que pueden dar, lo que hace que Una corona de rosas aborde el proyecto de la novela realista pero le salga un melodrama.

Publicada en La Nación el 15 de julio de 2023



Una corona de rosas, de Elizabeth Taylor

La bestia equilátera, 2023

Traducción: Ernesto Montequin

Apuntes sobre TRINCHETA de Juan Rocchi

Yo también fui joven, como Dillom. Y mientras eso (la juventud) ocurría, y mientras en la primera década del siglo se publicaban carradas de...