El concepto de voz en literatura está demasiado a mano, o demasiado manoseado. Encontrar una voz propia es lo que buscan los poetas; construir una voz, lo que quieren los narradores; dar voz a los que no la tienen, el colmo del progresismo bienintencionado. Esquizofrénica, la vulgata literaria oye voces por todos lados y la idea amenaza con convertirse en un nuevo cliché editorial, sin una particular preocupación por desgranar, en definitiva, cómo se fabrica una voz y qué implica hacerlo.
En
Pombero, Marina Closs elabora un lenguaje rico y dúctil que le permite adoptar inflexiones marcadamente distintas en cada uno de sus siete cuentos. Y si bien es verdad que muchos de los protagonistas asumen la primera persona para contar, no es tanto el estilo o el léxico lo que los singulariza sino la invención de una gramática propia. Es siempre el castellano, pero abierto en una panoplia de matices que le escapan, con sutileza, tanto al imperio de la lengua canónica como al corset naturalista del dialecto. ¿Cómo habla Suzumushi, la masajista japonesa de Los Helechos? “Tengo la casa de madera con muchas ventanas y en la casa las orquídeas que se abren pequeñas como ojos de borrachos”. ¿Cómo habla Juan Pablo Jabalí Ŷalopi, joven erróneamente llamado mataco, en la bisagra de la transformación cultural? “Lo que hacía el salteño rengo era malo, pero vino a ayudarnos y, por eso, nuestros padres lo respetaron. Los blancos trajeron viruela. Comenzamos a enfermarse”. La delineación del narrador en singular se produce a partir de una cuidadosa sintaxis y una gramática apenas irrespetuosa; casi temerosa de tirar abajo el idioma, en un descuido o por exceso de confianza.
“En la cara de una persona se expresa siempre algo. Pero no es exactamente lo que uno quisiera. Entonces, más que expresarse, se escapa. Para expresarse, en cambio, el maquillaje es más exacto”, reflexiona Rosita, la peluquera trans que le huye al humo del cigarrillo. Así también los relatos de Marina Closs se tensan entre el artificio y lo espontáneo; maquillaje y rostro, lo que se construye a conciencia y lo que brota solo. Porque en
Pombero la orfebrería de la frase se pone al servicio de un solo objetivo (que siempre puede fracasar): la aparición del personaje. Estos relatos son ejercicios de invocación y por eso están plagados de nombres: Pombero, Rosita, Rosito, Suzumushi, Marioka, Lindsay Sorotko, Dunka, María das Luzes. En el vocativo se dirime la emergencia de una identidad o su desvanecimiento; quizás a eso se debe la frase que forman los títulos de cada relato: “Si yo fuera alguien/ No sería/ Esto/ Nunca y tampoco/ Lo otro/ Quizás mejor/ Casi nadie”.
Dicen que Pessoa inventó a sus heterónimos leyendo a Shakespeare: una caja negra de personalidades atrapadas en su manera de hablar. Y algo de teatral se reproduce en los relatos de
Pombero, en los que la narración se adelgaza sobre el esqueleto del habla hasta no ocupar casi espacio. Cierta incomodidad con el poder de la expresión, como la que experimenta la bella Marioka, de una belleza tan insoportable que, no solo no encuentra quien quiera casarse con ella, sino que termina vendándose la cabeza. Pero también cierto aquilatamiento de tal poder: la noción de que mientras más se afina el lenguaje más se afila.
En la nota final Marina Closs entona una nota baja (un detalle, casi un descuido) en la que consigna que el libro “se nutre de textos y formas orales de mi territorio y no tiene otra pretensión de realidad que la de alzar una pequeña voz de miedo ante el tiránico español monótono”. La idea de la voz cobra cuerpo al oponerse a la lengua monolítica y anclarse en un territorio inventado: no para practicar la mímica de un regionalismo (que puede ser tan conservador como el colonialismo de la RAE), sino como médium de identidades posibles, entrevistas, ensayadas sobre tablas.
Publicada en Ñ en mayo de 2023Pombero, de Marina Closs
Páginas de espuma, 2023