Reseña: Sumisión, de Oscar Taborda

 Oscar Taborda: Sumisión, Paraná, Entre Ríos, Argentina, EDUNER, 2020.


El isotipo: una boya en la deriva de la ficción 

Por Emilio Jurado Naón


Un marciano que se llama U vive una identidad lumpen de trabajador golondrina temporalmente desempleado en algún área urbana, que podría ser la ciudad de Rosario como cualquier otra, y ahorra para pagarse un viaje mental mediante uno de los cascos neurotrópicos (el más barato) que publicitan en el shopping de su barrio. Su fantasía es la de asesinar al tío millonario de la protagonista de una telenovela colombiana que mira por las tardes en el hotel de pasajeros donde se hospeda y así vengar el destino miserable de la joven, para lo cual U se disfraza de su propia madre con un vestido robado a la hija de la dueña de la pensión. Pero el viaje imaginario que supervisan dos empleadas más parecidas a manicuras que a guías de turismo sufre un desperfecto técnico que trunca la aventura de U, quien, sin embargo y a pesar del malestar físico que este le depara, no presenta ningún reclamo.

La síntesis de la trama de Sumisión, una aproximación posible a la diégesis, en realidad, podría ser esta como cualquier otra, ya que el protagonismo de la novela más reciente de Oscar Taborda se lo llevan no tanto la fábula como las operaciones sobre la digresión y el símbolo.

Organizada en fragmentos breves de similar extensión, Sumisión es una deriva textual obsesiva aunque parsimoniosa sobre productos del mercado, los materiales de los que están hechos, sus procesos de producción, publicidad y venta, y las fantasías que se tejen en la mente del consumidor en el lapso breve que separa el paseo de los ojos de una mercadería a otra en la vitrina. 

“La materia prima de estos cables había sido extraída del subsuelo chileno. Un jingle que sirvió para promover la venta de cascos todavía sonaba a veces en la radio, activando el recuerdo de aquel corto con los inmensos camiones cargados de piedras, saliendo como de una gran oreja, y luego las vías del ferrocarril y el puerto de Valparaíso. Manufacturados en Venezuela, el ensamble final se había realizado en la planta de una firma ubicada en el reparto de San Patricio de la ciudad de Managua. Ahí, junto a la laguna Nejapa, de origen volcánico, a metros de la embajada de Brasil, cada uno de sus accesorios fue precintado con una faja donde la empresa se jactaba de cumplir el sueño bolivariano. Acá las uñas de la manicura la habían despegado, rasgando junto con la inscripción el estilizado dibujo de un sombrero de llanero que se apoyaba somnoliento sobre una H mayúscula. Cuando después de renegar con el adhesivo la chica termina por hacer de la cinta un bollo que tira al piso, la pequeña pelota rueda unos centímetros hasta que se detiene contra el zapato izquierdo de su compañera”. 

Suerte de poemas en prosa, cada movimiento de Sumisión se puede leer de manera autónoma (y de hecho, así lo exigen la condensación de sentido y la sinuosa sintaxis). Taborda comenta en el epílogo “Siete claves ligeramente autobiográficas”, que, a partir de unos pocos renglones que tenía escritos desde hacía quince años “con una frecuencia dispar, a veces cada noche, otras más esporádicamente, fui sumándole, de uno en uno, en el mismo orden en que están acá, otros noventa y nueve párrafos de cerca de mil caracteres con espacio cada uno”. El procedimiento recuerda al de César Aira, que, como se ocupa de recordar cada tanto en algún ensayo o entrevista, escribe una página por día y la pasa en limpio; pero el resultado, en el caso de Sumisión, no puede estar más lejos de la novela aireana. Porque el argumento delirado que podría dispararse a partir de la premisa de un marciano vestido de señora que paga unas chirolas por fantasear un asesinato de telenovela se ve sometido, en Sumisión, a un aplazamiento permanente a causa de una ralentización de la mirada sobre los objetos y su desplazamiento mediante asociaciones constantes.

Dos características ya presentes en los libros anteriores de Taborda se continúan en Sumisión, y una tercera, nueva, viene a operar como superación y, quizás, apertura hacia derivas inéditas. Por un lado, en el nivel formal, la sintaxis pletórica en subordinadas, acotaciones y parentéticas, que Taborda ya venía practicando en su poema narrativo 40 watt (1993) y en la novela Las carnes se asan al aire libre (1996), sigue siendo el carácter rector de la prosa y logra producir, en la lectura, el efecto al que Selva Almada se refiere, en el prólogo del libro, como la sensación de estar “mirando siempre por el rabillo del ojo”. 

Por otro lado, ya en un nivel en el que se entreveran la imagen y el sentido, Taborda continúa la detención objetivista sobre las cosas que, muy cercano a la vertiente de rosarina que se agrupaba en Diario de Poesía (1986-2012), ya había trabajado en los poemas de La ciencia ficción (2015). Detención de la mirada que su correligionario Daniel García Helder definiera, para mayor provecho del “objetivismo”, como “mirar hasta que se pudra” y que en la poesía de Taborda adopta la particularidad cínica del rechazo absoluto a toda posibilidad de sentido ulterior: un anti-simbolismo ortodoxo y jactanciosoi que es quizás un signo de los tiempos, quizás arma necesaria contra el lirismo y neorromanticismo predominantes en los ochenta.

En Sumisión los objetos siguen vaciados de sentidos trascendentes, pero exhiben, en cuanto mercancía, la historia de su producción. En un movimiento opuesto, el logo o, como lo llama Taborda, los “isotipos” son plaga en la novela (“una caja de hierro en cuya tapa había grabados los perfiles de dos leones”, “la estampa en blanco de la silueta de un avión en vuelo”, “un colectivo que en sus laterales lleva dibujado un galgo”, “una calcomanía de la virgen de Itatí”) y funcionan como vectores del borramiento de esa historia. Con el shopping como Jerusalén de la sociedad de consumo contemporánea los isotipos son profetas mudos o que ya se cansaron de predicar y quedan ahí, a la deriva, punteando la narración casi a la manera de boyas en las que la prosa de aferra antes de cansarse.

Síntesis superadora entre la digresión de la sintaxis y el vaciamiento de los símbolos, la operación textual de Sumisión supone, sobre todo, un enriquecimiento narrativo, en cuanto el avance del texto (esa escritura de a un párrafo por día) no se aferra a elementos diegéticos sino que planta los hitos de su progresión en objetos, baratijas, etiquetas, adornos, mercancía, logotipos y materiales descartables: un reciclado novelístico, mediante el cual la basura de la sociedad de consumo realiza su función postrera.

En el espacio exterior al shopping, donde “una motoniveladora iba de una punta a la otra removiendo grandes cantidades de tierra, seguida por un grupo de mujeres y chicos que se dedicaban a recolectar lo que pudieran descubrir con valor comercial”, no es difícil imaginarse a Oscar Taborda integrando la cohorte; juntando objetos con los que realizar listas, armando listas con las que producir ficción.

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Publicada originalmente en Revista Casa #301 - octubre/diciembre 2020

i El poema de “Aruspicina” es pasible de una lectura en esa clave cuando parte de una carroña (¿Baudelaire?), un “animal, muerto hace quince días” y establece, en afán de ars poética, que “cualquier interpretación que pueda dársele/ será incidental, no es un letrero/ ni espejo de nada” (La ciencia ficción. Buenos Aires: Vox, 2015).

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